La Suerte del Caracol

Cuento de Martine Tallier

Cuento que da título al libro ganador del Concurso de Cuentos "Victoria Ocampo 2015".

 

Desde la sombra los puedo ver a todos. Al sol sería difícil, la luz del mediodía es un desfile de manchas blancas, de estampas difusas, de lugares ciegos que convierten las caras en incógnitas. Prefiero las sombras.  Puedo espiarlos, meta reírse, meta fingir que están bien, dorándose en sus reposeras, sudando como si la playa fuese un beneficioso baño de vapor.

Papá, en el agua con mi hermano; mamá, tendida en la arena, leyendo, siempre leyendo, mejor dicho releyendo libros que eran de la abuela. Después de haberse peleado con papá por una bobada,  pero que si el tío no los detiene se iban a las manos, mamá, como si nada, lee.

La cosa había empezado en el bosque, cuando juntábamos ramas para el asado y a papá se le ocurrió decir que estaba podrido de comer asado, que el tío Luis, el hermano de mamá, no sabía hacer otra cosa que encender la parrilla, y ella le contestó que al menos el tío hacía algo, no como él que se lo pasaba jugando a la paleta o bañándose y no le daba pelota a nadie. Apenas papá dio media vuelta y se alejó refunfuñando, mamá se puso a leer a la ploma de Simone de Beauvoir. El segundo sexo, lee. Es como para preguntarle cuál, según ella, es el segundo sexo. ¿Hombre, mujer, o miti miti, como esos bichos hermafroditas que estudiamos en el cole? Qué suerte tiene el caracol de poder cambiar de sexo a su antojo. A mí, a veces, me gustaría ser hombre.

Invariablemente llevan las de ganar, y hacen lo que quieren.

A las peloteras que se arman todos los días en Buenos Aires no les doy importancia, pero hoy, de veraneo, tras que odio el sol y la arena, terminaron de pudrirme la vida. Por eso me quedo acá, sentada debajo de los árboles. Odio pertenecer a esta familia de caretas. Son de décima y cuando se pelean, peor… Un verdadero papelón. Encima, el chupamedias de mi hermano, después de ese asunto, le dio la razón a papá y se fue a caminar con él y con el primo Franco, su ídolo. No sé qué le ve a Franco, si es otro idiota. Nunca abre la boca, y si la llega a abrir, enseguida lo hacen callar, como si tuvieran miedo de lo que pueda decir. A veces me dan ganas de sacudirlo, a ver si se aviva, si se deja de ser tan manso… Sí papá, sí mamá, es lo único que se le oye, además de las escalas en el piano.

La tía Berta vive a dieta, aunque toda la vida el mismo cuerpo redondo y compacto. Cocina toneladas de platos especiales para el tío y para Franco, y ella se conforma con ensaladas. Por qué no se da el gusto con una buena porción de ravioles, si total, el tío hace rato que ni la mira. Le toma el pelo, eso sí. Otra ploma mi tía: deja que le falten el respeto. Bueno, a mí tampoco me respetan.  Saben que no como nada que tenga ojos, y me plantan delante fuentes repletas de animales muertos, qué digo muertos, asesinados. Yo, en secreto, les pido perdón al chancho, a la vaca, al pollo, a los peces… En nombre de estos asesinos inconscientes les pido perdón.

Nada cambia. Hace años que veraneamos juntos en la casa de los Acantilados. La casa era de los abuelos, los padres de mamá, pero en la repartija se la quedó el tío Luis. Mamá ligó el departamento donde vivimos, en Acassuso. Un canje de mierda, dice mi padre cada vez que sale el tema. Solo una tarada como vos cambia un caserón frente al mar con dos mil metros de parque por un departamentito de tres ambientes… Papá siempre tuvo pica con el tío Luis. “Lleno de guita y encima hereda los Acantilados…”  –dice, y aunque no se cansa de repetir que la plata llama a la plata, bien que todos los años veraneamos de arriba en lo del tío Luis.

El tío ahora está de espaldas, mirando las olas como quien mira una mesa tendida repleta de manjares. Para él, el mar debe ser un escabeche de congrio, langosta al vapor, pejerrey al pilpil, pulpo a la gallega, cazuela de mariscos o mejillones a la provenzal.

La comida es su único tema de conversación, también la política, sobre todo de Perón a esta parte. Otra cosa que me pudre la política. Mientras mamá y la tía despejan la mesa, mi padre se enrosca con el tío en tremendas discusiones. Cuando empiezan a levantar el tono, me pongo los auriculares y voy a mi cuarto, a escuchar música.

Siento que no tengo nada que ver con esta banda de ridículos que me fuerzan a bajar a la playa en vez de dejarme tranquila en casa mirando tele. Odio que me den órdenes. Por eso me pienso quedar atornillada acá, alargando la hora de juntarme con ellos.

Al menos, a la distancia, son como esas fotos demasiado claras, demasiado turbias, demasiado expuestas, y no los oigo hablar.

Acá en la sombra hay muchos mosquitos. Los ahuyento revoleando una rama pelada, con esa rama aparto las hojas secas y dibujo un caracol grandote sobre la tierra fresca. Si fuera un caracol los mosquitos no me picarían. Podría encerrarme en mi casita e ignorar a la familia, sin que me importe el ruido de las olas, los golpes secos de la pelota en la paleta o la risa entrecortada y artificial de la tía... Lo bueno de los caracoles es que son sordos.

De pronto mi primo sale de atrás de un árbol con cara de feliz cumpleaños.

–¡Vení, vamos a caminar! –dice.

–¿Vos también me vas a dar órdenes? –digo.

–¡Dale, vení! Te quiero enseñar algo –insiste, y como estoy recontra aburrida, me pongo de pie y lo sigo.

Camina dando grandes zancadas. Tengo que correr para no quedar atrás. No me importa el suelo húmedo ni las agujas de pino clavándoseme en los pies descalzos. Tengo curiosidad. De a ratos el sonido del viento entre las ramas y el olor picante de la resina, de la tierra  negra, de los hongos anaranjados que crecen cerca de los pinos, me dan una impresión de libertad.

–Vení, vamos más allá, ordena Franco y yo obedezco.

Al rato se detiene delante de una pila de troncos podridos, se agacha, mete la mano entre el musgo, saca una lata, la abre, toma un papelito de seda, le pone tabaco, arma un porro, lo enciende, le da una pitada y me lo pasa.

–¿Fumás, no?

Nunca fumé, pero no contesto, solo aspiro con fuerza y mientras mantengo el humo en la boca, lo desafío con la mirada. Me da como una cosquilla, acá, debajo de la garganta, una especie de pellizco que se prolonga hasta el pecho y me hace latir el corazón. Muy fuerte late. Pero me la banco. ¿Qué se cree el muy imbécil, que me va a sorprender así nomás?

Se da vuelta y sigue caminando. Solo se detiene cada tanto para convidarme una pitada. Retengo en la boca el humo sin tragarlo y lo miro irse, alto, flaco, con los pelos negros que flotan en el aire, con la gracia de alguien que sabe a dónde va. No sé por qué, hoy, lo veo menos idiota que de costumbre. El nerd de mi primo no es tan nerd después de todo, tiene carácter.

En un claro del bosque se detiene de nuevo. ¿Otra lata escondida? Me muero. Ya me siento bastante rara como para seguir fumando.

Se agacha a cortar unas florcitas blancas, y me las da. Es un ridículo. Mi padre hace lo mismo, cada vez que se pelea con mamá aparece con un ramo de flores… Como si las flores pudieran borrar los insultos…

Las flores de Franco tienen olor a cebolla y están llenas de hormigas. No digo nada, solo las dejo caer de a una. Espero que no se dé cuenta.

–¡Qué pendeja tonta, te vi! –dice, y me da tanta bronca que me arden las mejillas.

–Soy alérgica –miento, y miro para atrás.

–Qué vas a ser alérgica, Milly, te conozco… –se ríe.

–Che. ¿No nos alejamos mucho? –digo.

Dice que no.

El sol ya no encandila como al mediodía, sino que se escurre entre las ramas en un entramado de luces y sombras que oscurece el contorno de las cosas. Azules, veo todas las cosas… Con un borde rojo.

–¿Dónde vamos, Franco? –atino a preguntar después de un largo silencio. Él responde “más allá”, señalándome un lugar a la distancia.

–Allá están los acantilados –digo. Entonces sonríe. De una manera extraña, sonríe. Tengo frío.

–Vení, zonza, no tengas miedo –dice y me agarra de la mano. Caliente su mano, y fuerte. ¿Qué onda con mi primo?

Me suelto en seguida, no soy una nenita de jardín para que me lleve de la mano. Ahora mismo quisiera cambiar de sexo, decirle en la cara ¿che, jugamos un picadito?, y salir pateando la pelota y dejarlo con la boca abierta.

–¿Qué te pasa, Milly?

–Nada.

–Dale, tenés una cara…

–Estoy harta de caminar –digo. Enciendo mi mp3 y me calzo los auriculares. Me borro. La música es mi caparazón, puerta cerrada, sordera total, mi primo gesticula, mi primo meta “dígalo con mímica” y yo busco el tema Fucking Perfect  de Pink, y canto: Maltratada, fuera de lugar, incomprendida…” Un flash. Pareciera que Pink escribió esta canción para mí.

Se terminaron los árboles. Se terminó el bosque. Igual todo lo que miro sigue azul, violeta, anaranjado. Tengo ganas de dar media vuelta, de volver por donde vine, de regresar a los árboles, cerca de la playa, tranqui, sin que me hagan preguntas. Pero Franco me hace señas. ¿Qué quiere? Me saco los auriculares, dejo a Pink alrededor de mi cuello, encerrada en su cueva de almohadillas de plástico. Ahí, quietita sobre mi pecho la música es menos que un grillo.

–¿Qué querés, Franco?

–Ya llegamos –dice y extiende el brazo en un gesto de compás que parece abarcar todo el paisaje. Espero que este cursi no me saque a bailar.

El murmullo del bosque quedó atrás, tapado por nuevos sonidos. Pasa una bandada de gaviotas. Las olas rompen como sopapos contra las rocas, un silbido de cortaderas apaga la voz de Pink, presa entre el viento y los latidos de mi corazón. Cada vez más fuerte, late. Me va a estallar.

El borde del acantilado se abre a mis ojos como una pista de despegue. A lo lejos, el horizonte rojo destiñe en el agua charcos sanguinolentos, como si la línea divisoria cielo-mar, empezara a desintegrarse. A veces pienso que cuando al mundo se le dé por desaparecer lo hará por ahí. Por el justo medio entre el agua y el cielo y se irá disolviendo igual que azúcar en el café con leche e iremos cayendo en ese inevitable derrumbe, ahogados en un caldo de mar, tierra, árboles, animales y desperdicios, sin que el supuesto Creador, rey de reyes, el que todo lo ve, nos tire un mínimo salvavidas. Me da lo mismo.

–Qué estás escuchando –pregunta Franco, como si de verdad le interesara.

–Pink –le digo, y abre los ojos. Bien grandes los abre. ¿Acaso hablo en chino?

–¿Pink Floyd? –me suelta.

–No. Pink solo.

–Nunca lo oí nombrar.

Pink no es un tipo. Pink es Alecia Moore –le digo, a sabiendas de que un idiota que estudia música clásica en el conservatorio nacional, y que solo hace lo que papá y mamá le dicen, no va a entender.  No, él es meta Mozart y compañía… Un embole total.

–¿Qué tipo de música hace?

–La que me gusta a mí –digo y no pienso aclarar.

Se queda pensando, con un aire distraído, los ojos pálidos clavados en los yuyos amarillentos que salen de la tierra igual que flechas, y me entran las ganas de sacudirlo.

–Seguro que es heavy metal… Típico de tu edad –dice.

–Ahhh, bueno, habló el adulto…

Alarga la mano hacia mi pecho. –A ver, dejame escuchar.

–¡Ni pienso! –digo y atajo los auriculares con las dos manos.

–Mirá que sos mal copada, Milly.

–Mejor hubiera sido tener una prima –digo.

–Qué va a ser mejor…, dice él. Mejor es no tener a nadie. Ni padres, ni tíos, ni primos, ni nada. Nadie que te moleste, nadie que te ande atrás, nadie que te marque… Se ríe.

No lo dirá por mí. Yo no le ando atrás, el que lo persigue por todos lados es el pesado de mi hermano. No le pienso contestar, después de todo el que me vino a buscar es él y ni siquiera sé para qué me trajo hasta acá.

Unos pasos más adelante caigo en la cuenta de que trepando, trepando dimos todo un rodeo por el bosque y nos encontramos justo encima de la playa. Abajo, papá, mamá, el tío Luis y la tía Berta parecen marionetas empantanadas en la arena. Mi hermano, con la tabla de surf, es un palito entre las olas. Como bichos abandonados por la marea, la familia…

–Sentémonos cerca del borde –ordena Franco.

Me siento.

Nuestras piernas cuelgan en el vacío, tan sobre la nada, tan en la saliente, que me mareo.

–Me da vértigo –digo.

–Cerrá los ojos –dice.

–¿Para qué?

–¡Cerralos!

Los cierro.

Tengo un fuerte cosquilleo en la planta de los pies. No sé lo que va a pasar pero presiento que si mamá estuviera acá diría ¿Estás loca, nena? ¿Nada menos que con tu primo?

Solo por eso, apenas Franco intente algo, me voy a recostar para atrás, en el pasto y lo voy a dejar hacer lo que quiera. Primos hermanos, perfecto. Van a ver que soy capaz de hacer lo que sea con quien se me da la gana… Seguro que me va a besar.

Aprieto fuerte los ojos y me vuelvo a poner los auriculares. Pink canta Family Portrait, mi favorita, otra que parece escrita para mí.

Franco no se acerca ni me toca. Lo espío. Sigue sentado, mirando ese lugar del horizonte donde agua y cielo son lo mismo. Insisto, mi primo es un idiota. O se creerá lindo con sus brackets y la cara llena de granos… Lo odio.

Se pone a armar otro cigarrillo, me lo acerca a los labios.

–Aspirá despacio –dice.

Trato de no aspirar nada. Todavía siento el revoltijo del primero.

Me observa como quien mira a un bicho raro en el zoológico.
–Todavía no entendiste nada, sos muy chica.

–¿De qué hablás? Ni que fueras tan grande... Dos años me llevás, tarado.

–Mirá, vivís enculada con tus viejos, con tu hermano, con la vida. Yo, en cambio…

–¿Vos en cambio qué?

–Yo les digo a todo que sí y después… Después ya ves, nena, hago la mía.

–¡Y dale con eso! Me revienta que me digas nena.

Vuelvo a cerrar los ojos y espero. No sé qué es lo que espero, pero espero.

–Miralos –dice– ¿No son asquerosos?

–¿Quiénes?

–Ellos –señala con el mentón a la familia, allá abajo.

No digo nada. No sé si me gusta compartir mi odio con él.

–Sabés lo que vamos a hacer… –dice incorporándose de golpe, y yendo hacia un montículo de piedras detrás nuestro. Grandes, redondas, grises, las piedras. Levanta una, otra y otra hasta que parece encontrar la que quiere. Lo dejo hacer. Hasta me río cuando se planta al filo del acantilado, los dedos de los pies en garra, haciendo equilibrio con la piedra en alto, por encima de su cabeza. Del tamaño de una pelota de fútbol, la piedra.

–¿A que no sos capaz? –digo. Y se me llena el pecho de cosquillas y la garganta de fuego.

–¿Y vos? –Sus ojos van de mis manos a las piedras que están a mi izquierda.

–¿Y yo qué?

–¿Vos, Milly, sos capaz de tirar la primera piedra? Así, como si jugaras al bowling...

Este pibe está del tomate, pero no me va a joder.

–Dame una pitada –le digo, y esta vez aspiro el humo con todas mis fuerzas y lo trago y aspiro de nuevo y lo trago y él me grita: –¡Pará loca, aflojá un poco!

Siento un horno por dentro y me da risa cuando pienso en mis padres y en los tíos. Franco sigue ahí, en equilibrio, observándome. Qué risa si trastabilla y queda tambaleándose, con la piedra a punto de caer, y los de abajo a punto de morir aplastados. Qué cara va a poner si le saco la piedra y la tiro yo… Qué va a hacer si de pronto le robo la piedra y levanto vuelo. Volar es re lindo, todo azul, todo verde y yo bajando por el acantilado con la piedra tibia, lisa, suave pegada a mi panza. Aferrada como un caracol, como una babosa, para amortiguar el golpe, para no lastimar a mamá que lee en su reposera, y menos mal que mi hermano en el agua y papá también. Así, despacito. El sol me encandila, el sol tan brillante, tan venenoso, mientras Franco, allá arriba del acantilado, me saluda y me tira besos…

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