Victoria Ocampo en el amor y la amistad

Por Horacio Armani

Del libro Aventuras de la palabra (Editorial Victoria Ocampo, 2013)
La vida de Victoria Ocampo podría definirse como la historia de una mujer temperamental estremecida permanentemente por sentimientos muy intensos en los que se aunaron, sin rechazarse, la más sublimada admiración espiritual  y un  profundo sentido de la belleza  física. Quien lea con atención su obra, sus Testimonios, sus estudios y su Autobiografía, no puede menos que sentirse impresionado por esacontinua y caudalosa fuerza de su temperamento. Situada en un ámbito de elevados valores culturales, es sugestivo percibir con qué pasión vivió la seducción intelectual del misterio de la creación. Nacida en un hogar de la clase alta de su época, en una familia que aún conservaba los hábitos señoriales y severos  de herencia hispánica, desde muy joven cuestionó esa realidad  que era como una cárcel para sus afanes de libertad, de libre albedrío individual.
De toda su obra surge con limpidez la firmeza de un carácter que luchó denodadamente  para librarse de ese lastre ancestral. Un retrato de sus treinta años nos muestra su mirada intensa y poseída de un  hondo fuego interior, su boca firme y resuelta, su frente amplia y despejada que trasmite con fervor el poder de la inteligencia. La historia de Victoria Ocampo es también la de su pasión por los mundos del espíritu. Y el río de esos sentimientos podemos encauzarlo en cuatro grandes vertientes que dibujaron su recorrido: el amor pasión, la admiración intelectual, la atracción por lo bello y espiritual y la amistad fraterna. Su curiosidad innata, sus lecturas y su vocación por el arte y la literatura iban a colmar una vida en la que resuenan nombres prestigiosos, gratificaciones y engaños, recompensas y decepciones. Pero estas no la amargaron; una y otra vez su afán persistió y si una admiración la decepcionaba, otra venía a cubrir su ausencia.
Para liberarse de los lazos familiares, entrañables pero que impedían su libertad, contrajo muy joven matrimonio con un típico representante de su clase. Fue un error necesario (lo reconoce) obligado por la rígida moral de la época. Pero pasado un tiempo vino a cumplirse otro paso previsible: el amor extra matrimonial, el amor-pasión que tan bien describe en sus memorias. Después de más de una década de una pasión devoradora llegará la libertad absoluta. Victoria admira lo que quiere, toma lo que desea, rechaza lo que se le impone y vive plenamente su vida, sin importarle ya nada más que su propio destino.
Las amistades fraternas se iniciaron desde muy joven. Tenía dieciséis años cuando le escribe a Delfina Bunge, cándidamente : “¿Querés ser mi amiga?”  El casamiento de Delfina con Manuel Gálvez enfriará esa amistad, que se explayó en largas cartas que anudaban confidencias, estados de ánimo, opiniones literarias. La correspondencia era un modo vital de expresarse en Victoria. Es nutrido el carteo con otra de sus grandes amigas, Gabriela Mistral. Esta no hesita en darle consejos acerca de sus relaciones sentimentales, por ejemplo, con Eduardo Mallea. Amigas entrañab les también lo fueron María Rosa Oliver, María de Maeztu y Frida Schultz de Mantovani. Sin duda, no debió de ser fácil compartir una amistad con Victoria. Tenía un carácter arrebatado: “Soy pronta”, reconoce en uno de sus testimonios. Pero no era terca; sus enojos pasaban como un chubasco de verano y el sentimiento de lealdad amistosa era en ella inalterable.
No ocurrió así con Ortega y Gasset, una de las primeras personalidades con que se deslumbró Victoria. Ortega vino al país en 1916, cuando tenía treinta y tres años. Victoria contaba veintiséis y por ese entonces vivía su primer y quizá único amor apasionado con Julián Martínez. Un rasgo curioso del carácter de Victoria – y así lo confiesa en su Autobiografía – era que a pesar del profundo y total apasionamiento que vivía, ello no le impedía ocasionalmente deslumbrarse por otros hombres, tanto desde un punto de vista físico como espiritual. Así ocurrió con el capitán Z., un aviador que llegó a Buenos Aires con el prestigio de sus hazañas aéreas en la guerra del 14. A Victoria le atrajeron el valor, la intrepidez y la belleza física del héroe, y no vaciló en aceptar un vuelo en un avión de combate de dos asientos. La descripción que nos hace de esa aventura es memorable: “Estaba perdida en el cielo, un cielo desconocido, y veía una tierra y un río igualmente desconocidos. A pesar del pánico, el entusiasmo me transportaba, pues nada da una impresión de poder (poder del hombre sobre la naturaleza, poder del hombre para vencer sus limitaciones) como el furor condensado en el motor de un avión en marcha”. La fascinación que ejercían en Victoria los hombres de coraje la llevaría mucho después a admirar como modelo a T. E. Lawrence. Pero el Capitán Z. fue un deslumbramiento fugaz: “Descubrí más tarde –dice- que la valentía de Z. (como la belleza de M.-Monaco, su marido- no me gustaba. Lo que se veía, a primera vista, era la aureola de ese valor, acompañando a un hombre de físico atrayente y sonrisa  melancólica”.  “Mi camote con Z. se convirtió pronto en alejamiento y aversión”. Desde luego, esta aventura le causó a Victoria un grave tropiezo en sus relaciones con Julián Martínez, auque la pasión continuó viva.
Pero volvamos al filósofo español. Victoria conoció a Ortega durante una comida y se deslumbró. “Quedé atónita ante su inteligencia efervescente que bebía a traguitos por el cosquilleo de agua mineral que me producía” –dice- .”Era como estar delante de una chimenea encendida: uno sigue el baile de las llamas”. “…Todo cuanto él decía estaba dicho de una manera especial y penetrante. Me acuerdo de su manera de decir las cosas más que las cosas que decía. Ortega tomaba un tema y lo seguía como los reflectores siguen, en un ballet, los entrechats  del bailarín solista. Con esta diferencia, él era a la vez los reflectores y el bailarín”.
Sin embargo, este deslumbramiento iba a cesar a raíz de un comentario de Ortega acerca de las relaciones de Victoria con Martínez: “Creía que perdía yo el tiempo al encapricharme con un hombre de un nivel intelectual inferior al mío. Este comentario que  a menudo hemos hecho sobre cualquier pareja –Ella vale más que él-, o viceversa, me indignó”. “El resultado de esa torpeza (rara en Ortega) o de esa falta de tacto fue grave: dejé de escribirle totalmente”. Victoria señala luego que perdió un valioso punto de apoyo para ingresar en el  mundo de la literatura y reconoce la generosidad del filósofo al continuar mencionándola en sus escritos y al publicar, sin que ella se lo hubiera pedido, el ensayo De Francesca a Beatrice en la colección de la Revista de Occidente, al que agregó un epílogo.
Lo que ocurrió es que Ortega no tuvo suerte, no llegó en el momento oportuno. “Tal vez ignorara –dice Victoria- (como la mayoría de los hombres) hasta qué punto era yo capaz de apasionarme (al margen de la pasión amorosa) por un libro, una idea, un hombre que encarnara ese libro, esa idea, sin que mi pasión invadiera otras zonas de mi ser”.  Pero el sentimiento de Ortega fue profundo y duradero. Más de diez años después regresa a Buenos Aires y la encuentra a Victoria entregada a otras admiraciones. Se lamenta: “Es mi destino, Victoria, navegar hacia usted cuando usted está entregada. En 1916 –le dice en una carta- ignoro qué la poseía, pero era usted una posesa. Ahora, la encuentro colonizada  por ilusiones de Alemania y recuerdos de ls India”. (Se refería, es claro, a Keyserling y a Tagore. Ya en una carta de 1917 le había escrito estas palabras reveladoras: “¡Me ha olvidado usted fabulosamente! Y al sentirme desterrado de usted me parece que me empujan fuera de mí mismo”. Ortega conservó siempre un recuerdo conmovido y generoso de Victoria. Nada despierta mayor generosidad en el ser humano que el recuerdo de un amor imposible. Por eso parece injusta la reflexión de Victoria en su Autobiografía al considerar que “esa magnanimidad para conmigo era la mejor manera de despertar en mí un complejo de culpabilidad”.
Es casi imposible que un ser entregado totalmente a un amor pasión pueda torcer su rumbo. La que sentía Victoria por Martínez está magníficamente descrito en sus memorias. “Era una rara mezcla de ternura y pasión”, nos dice. En pocas obras hay un intento de penetrar en el misterio del amor como en el segundo tomo de su Autobiografía. “El amor pasión –expresa- es un hambre tremenda y no sólo del cuerpo, no sólo del corazón, sino de algo en nosotros que escapa a toda clasificación y análisis, a toda denominación precisa. Es de tal naturaleza que no se sacia sino pasando a otro plano. Al mirar el mar, abierto a todas las partidas, uno se siente como al borde del universo. Desde los acantilados del amor pasión, la certidumbre de estar al borde de algo tremendo nos invade. Estamos en el umbral de un misterio que palpamos con manos de ciego. Es como si descubriéramos la existencia de una salida hacia la eternidad”.
Uno no puede sino estremecerse al leer estas confesiones, al sentirse penetrado por el poder analítico de la autora: “Pero esos besos míos ya no eran besos. Eran pobres medios para alcanzar lo que me decían esos ojos, esa frente, esa boca. Esos ojos, esa frente, esa boca eran una traducción en términos de belleza, un comentario, una promesa de no sé qué. Eran un signo. Algo que ni siquiera deletreaba. Y yo necesitaba ahora leer el texto entero. No necesitaba la boca sino ‘il disiato riso’, que iba más allá de los labios. Contra esa roca viva que es un cuerpo (así sea de sensible), yo, ola de pasión, rompía en busca de una imposible unión. Yo ola, con inútil ímpetu marino, rompía desesperada. Desesperada de soledad en una pasión compartida y satisfecha. Desesperada de amor.
Victoria siente que el misterio del amor se dirige “a otra parte, dejando atrás los sentidos, sobrepasándolos”.Y apoyada la cabeza contra el latir de un corazón, siente también  la nada junto a la inmensidad de todo gran amor pasión, como si los términos amor y pasión encerraran una contradicción”.
Pero una pasión invariablemente de agota. El único modo de conservar vivo su fuego es una separación brusca. Llegó el momento en que Victoria se vio solicitada por el giro que su vocación cultural le imponía. “Creo que nunca he dejado de amarlo, de amar en él el momento eterno en el que estábamos tan maravillosamente, tan dulcemente unidos”, dice. “Pero al mismo tiempo tenía necesidad de hacerlo mi amigo, mi camarada. El estar constantemente en pie de guerra, propio de la pasión, me deshacía”. Más adelante agrega: “Ese cambio de atmósfera psicológica, psíquica (no sé que nombre darle) debía nacer sin palabras, sin explicaciones. ¿Qué palabras, qué explicaciones no hubieran hecho sangrar nuestros corazones y traicionando la verdad en nombre de la verdad misma? Estábamos
Demasiado plenos de pudor sentimental, por añadidura. Sin embargo, había algo entre nosotros que se parecía a la ternura que se siente por los padres y que se evita manifestar en un lenguaje que corresponde a la intensidad de ese cariño”. Más adelante reconoce que no pudo transformar esa pasión en una gran amistad y no ve claro  “los motivos que pudieron frustrar, en el caso de Julián, ese proyecto”. Al parecer, él lo comprendió. Pero el recuerdo de ella siguió latente en él. Así lo expresa en las dos frases finales de la última carta que le escribió, cerca ya de su muerte, en 1939: “Sabe, por último, que mis sentimientos hacia ti no tienen nombre. Tu recuerdo está en todo lo que alienta y en todo lo que amo”.
En el caso de Rabindranah Tagore  la motivación es de índole admirativa. Victoria había leído en 1914 el Gitanjali en la traducción de Gide. A ese exponente de la espiritualidad india, que le impresionó muy hondamente, se unía su veneración por Ghandi a través de la biografía de Romain Rolland. De bodoque la imprevista llegada de Tagore a Buenos Aires en 1924 situaba a Victoria en un mundo sublimado con el que se sentía totalmente identificada. No es extraño, entonces, que se haya apoderado de él, lo haya alojado durante dos meses en una residencia de San Isidro y haya hecho nacer en el sexagenario poeta indio un sentimiento confuso mezclado de amistad, amor y ternura. Victoria ha narrado este episodio de su vida varias veces; no reiteraremos los detalles de esta relación admirativa y puramente espiritual. Hay un momento en que todo sentimiento de este tipo puede ser equívoco. Una sombra de sospecha aparece quizá en los versos finales del segundo poema que Tagore  le escribió durante su estancia en San Isidro, donde dice:

Mientras recorría mi desolado camino
te encontré en la penumbra del atardecer.
Estuve casi por pedirte que me tomaras la mano
cuando al mirar tu rostro tuve miedo.
Vi allí el resplandor de un fuego que yacía dormido
en el fondo del oscuro silencio de tu corazón.
Si en mi delirio yo despertaba su llama
 sólo podría arrojar una trémula luz al borde de mi vacío.
No sé qué sacrificio
ofrecer al sagrado fuego de tu amor.
Inclino la cabeza y me arrastro hacia mi estéril fin
sustentado por el recuerdo de nuestro encuentro.

Muy distinta y tormentosa fue la relación de Victoria con Keyserling. Quién sabe por qué, ella se había apasionado con los libros de este pensador alemán que no ha dejado huella duradera en la historia intelectual de su país. “El ideal de un perfeccionamiento personal –dice Victoria- sobre el cual Keyserling volvía con insistencia, me parecía un problema vertebral. ¿A cuál debía acordar prioridad, al ser o al hacer? ¿Tratar de realizar la perfección en sí mismo o ponerla en un objeto (obra de arte) fuera de sí mismo?” Para solucionar el enigma, Victoria escribe al desconocido alemán unas cartas tan apasionadas y equívocas que cualquier hombre de temperamento fogoso se hubiera equivocado. Todo creador sueña con una mujer ideal, mezcla de Venus y Beatriz, ser generador de inspiración y de vida, madre y amante al mismo tiempo. Keyserling la imaginaba como una especie de “cortesana, sibila y musa”, y esta concepción de germano apasionado lo engañó.
El tan anhelado encuentro, inevitable a través de cartas que iban y volvían, se produjo en un hotel de Versalles y fue para Victoria un total fracaso. “Físicamente, nada me atraía en Keyserling, y esa falta de atractivo, que hubiera podido permanecer como algo neutro, tomó el acento agresivo de una repulsión cuando el objeto de mi admiración se esforzaba por hacer caso omiso y alcanzar sus fines”. El fracaso fue una verdadera conmoción en Keyserling, que no trepidó en analizar injustamente sus relaciones en libros y cartas, y en someter al psicoanalista Jung su caso. El saldo es una serie de reproches mutuos, largamente expuestos por ambos, y que en síntesis  debemos atribuir al profundo rechazo físico que, con sus actitudes y su grosería, nos produce alguien a quien anhelamos conocer.
Victoria tuvo amigos sinceros y cordiales con los que pudo mantener amistades entrañables a través de los años. Tales son los casos de Ricardo Güiraldes y Ernest Ansermet. Güiraldes se inspiró en ella  para dibujar el principal personaje femenino de su novela Xaimaca, y utilizó una de sus cartas en el texto. Ansermet la alentó a profundizar el mundo de la música, instalándola en una nueva latitud en la que gozaría de la amistad de Stravinsky y de Ravel, por ejemplo. Sus admiraciones intelectuales la llevaron a compartir mundos diversos y sus relaciones con Waldo Frank, inspirador de la creación de la revista Sur, con Paul Valery, Aldous Huxley, Graham. Greene y Malraux se mantuvieron firmes a través del tiempo. También entabló buenas relaciones con creadores como Le Corbusier y Eisenstein, a quien quiso traer a Buenos Aires para que filmara una película sobre la Argentina.
Con Virginia Woolf la unió una admiración recíproca. Esta la veía como una curiosa personificación de tierras ignoradas y exóticas, “tierras azul grisáceas, con animales salvajes, el pasto de las pampas y las mariposas”. Sobre todo grandes mariposas tropicales que le daban un aura dorada y cálida, mariposas “posadas en una flor de plata”. Victoria le escribe diciéndole que es una persona voraz, que tiene hambre, hambre de amor con mayúscula, de conocimiento y de verdad.
No se puede trazar un mapa detallado de las múltiples relaciones de Victoria; hablar, por ejemplo, acerca de su amistad con Gabriela Mistral, que en un acto de solidaridad denodada logra el consenso internacional para que Perón la libere de la cárcel. O de referirnos a su culto por el hombre de acción, el héroe que la lleva a trazar una semblanza encomiástica de T. E. Lawrence, el de Arabia, que la deslumbra con su lucha para lograr la libertad de un pueblo que amaba. (Mucho se hubiera sorprendido Victoria de haberse enterado de que teorías últimas describen lo que parecía inmolación  por la verdad como un acto de masoquismo de un hombre que se hacía castigar a latigazos por sus compañeros para experimentar placer.)
Quizás la más extraña de las relaciones de Victoria fue su amistad amorosa (no encontramos otra calificación más aproximada) con Pierre Drieu La Rochelle. Lo conoció en 1929, cuando se encontraba en el doloroso trance de dejar atrás su amor por Martínez y había experimentado ya su borrascoso encuentro con Keyserling. Ese escritor de treinta y seis años (ella contaba treinta y nueve), alto, rubio y atildado la atrajo; sus contradicciones y sus ideas eran incompatibles. Drieu era un torturado que, como ella, no encontraba su camino. La descripción de esta relación  está magníficamente descrita en el tomo 3º, libro sexto de su Autobiografía. “Estábamos los dos perdidos en el bosque de una cruel época de transición –dice- ; perdidos en nuestra soledad; perdidos, de diferente maneras, en el problema sexual; perdidos en nuestra extraña vocación religiosa sin fe religiosa; perdidos en nuestro amor de lo absoluto y de la verdad absoluta; paganos místicos privados de catacumbas y de Dios. Todo eso por caminos tan opuestos que a primera vista solamente emergían nuestras diferencias y se imponían”.
Si sus ideas diferían, había un punto de encuentro que los impulsaba extrañamente a caer uno en brazos del otro como aferrándose a una tabla de salvación. Victoria narra una patética noche en un hotel de Normandía: se alojan en dos habitaciones comunicadas, pero ambos están presos del insomnio. Ella se levanta y se acoda en la ventana. Drieu tampoco puede dormir; la llama. Pasan la noche abrazados con los ojos abiertos en la oscuridad, “como dos enfermos”. “Nada hubiera sido más imposible que hacer el amor –dice Victoria- . Ya estábamos ausentes , sufríamos de ausencia, velábamos algo nacido de nosotros y en peligro. Agonizábamos de esa agonía, de la cual nada hacía prever la salvación. ¿Qué iría a sobrevivir de nuestro encuentro, y salvaríamos algún resto de él? Porque toda vez que dos seres se encuentran y se unen espiritualmente, del mismo modo que cuando se unen sexualmente, pueden fecundarse, a menos que estén destinados, condenados a una mutua esterilidad”.
Drieu dibujaría en dos de sus novelas protagonistas inspiradas en Victoria ; ser personaje femenino fue otro de los destinos de esta mujer extraordinaria. La guerra despertó en él sus afinidades con  el fascismo. Al producirse la derrota alemana, decide suicidarse porque no desea “ser matado por cobardes”. Quince años después de aquella noche blanca, en 1944, el día de su primer intento de suicidio, dirige un pensamiento a Victoria y le escribe una última carta en la que le pregunta si ha leído su libro El hombre a caballo. “He puesto en él mi amarga ternura por ti”, le dice.
La Autobiografía de Victoria Ocampo constituye en su conjunto un testimonio notable y único de literatura confesional argentina. Nadie ha analizado sus sentimientos ni desnudado sus pasiones con la valentía e intensidad con que lo ha hecho la fundadora de Sur al punto que libros referenciales y estimables biografías publicadas antes de su muerte, como la de Doris Meyer, quedan desactualizados. Ella misma ha querido radiografiar su vida, iluminando períodos secretos –no todos- de modo tal que rompe abiertamente con cierta hipocresía que suelen ofrecer buena parte de las autobiografías. Pero lo más notable es que esos recuerdos de Victoria están expuestos con tal agudo análisis de sus sentimientos, de modo tal, que sitúan a la obra en un alto nivel de calidad literaria, quizá no valorado suficientemente.
Este libro me reveló la imagen de otra mujer. Yo conocía sólo un aspecto de Victoria, el de la promotora de cultura, la inquieta polemista, la defensora de la dignidad femenina que concordaba con la persona física  que sonoramente entraba en el Suplemento Literario de La Nación , donde yo trabajaba, haciendo oír su taconear impetuoso ya desde los corredores. Tendría entonces setenta años. Era alta e imponente, de tez rubicunda por un acentuado maquillage, el cabello recogido por una redecilla de pelo natural, los eternos anteojos oscuros de armazón blanca, el permanente traje saco heredado de Chanel, una flor en el ojal, los tacos medianos quizá para disimular su estatura o soportar el físico, la voz gangosa y como entrecortada. Entraba impetuosamente sin hacerse anunciar, seguida casi siempre por alguien que la acompañaba cinco o seis pasos detrás. Confieso que me intimidaba su presencia y me sentía incómodo, no sabía qué hacer delante de ella. Era difícil entonces imaginar a esa otra mujer que fue joven y hermosa, imposible saber que un día su Autobiografía me revelaría otra Victoria Ocampo capaz de llegar al fondo de la pasión y a la revelación más sutil, al análisis más agudo de sus sentimientos y de su vehemencia por hallar una respuesta a su hambre metafísica de perfección.
Francisco Ayala, que reconoce este valor en el tomo II de sus Memorias, confiesa no comprender “el gusto de esa criatura espléndida, generosa e ingenua por conocer de cerca de las personalidades eminentes que, por una causa u otra, despertaban su admiración”. Y continúa: “Nadie piensa que había el menor esnobismo en la vehemencia con que se desvivía por entrar en contacto con personajes tales, y acogerlos, pues no era su brillo externo, el llamado prestigio, lo que la seducía, sino los efectivos valores en que ese prestigio podía  estar fundado, aunque temo que más de una vez alguno de los así cortejados y agasajados tomaría por esnobismo de señora rica su provechoso entusiasmo. Bien puede ser que la limpia rectitud de su mente le impidiera penetrar los rincones mezquinos de la mente ajena, haciéndola inmune al escarmiento”.  Y agrega finalmente: “Lo curioso es que, bajo ese ímpetu suyo y bajo sus maneras imperiosas había –y se descubría pronto- una gran timidez de carácter y, desde luego, una limpia ingenuidad. La libertad por la que luchó Victoria toda su vida con valentía tan denodada, su elevada posición social y, para colmo, lo selecto de su empeño intelectual, le atrajeron muchos resentimientos, y se comprende, pues a lo inaccesible de aquella posición venía a unirse lo exclusivo de este empeño.
Y esto es verdad. Era su insaciable sed de conocimientos y de perfección lo que llevaba a Victoria a establecer amistades con seres que podían acrecentar su dimensión espiritual. Para ella, no bastaba la letra escrita, porque algo más profundo alienta en la relación directa con una persona superior, ese estremecimiento inasible de la verdad que se transmite en una mirada, una sonrisa, una voz en las que pueden vibrar conocimientos a los que no llegan las palabras. Tal fue la pasión de una  mujer que anheló permanentemente el hallazgo de una verdad única, un dios o una certeza final que, por inalcanzable todavía para el hombre, no cesara de torturar la imaginación de todos los que se sienten deslumbrados por la maravilla y el esplendor de la Creación.    

 

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