Dimensión de la Cultura en la Actualidad

Por Marcelo Gioffre

Ernest Cassirer recuerda que, en el curso  de los astros, en la sucesión del día y la noche y en la ordenada repetición de las estaciones del año, el hombre descubrió las primeras uniformidades, es decir leyes. Su segundo gran asombro fue frente al poder de las costumbres, que rigen sus actos. En la película africana Mooladee se advierte cómo pugnan dos normas consuetudinarias (la ablación genital a las mujeres y el derecho de asilo que alguien otorga a cuatro niñas que iban a sufrir la mutilación) y cómo la comunidad arbitra esa contienda. El paso siguiente fue el descubrimiento de cierto orden moral, aun lábil e inseguro, que anida en el fondo de nuestras almas. Pero todas estos objetos del conocimiento tienen algo de inalcanzable para el hombre, hasta cierto punto lo exceden, porque no es quien los ha producido, por lo cual se ha dicho que los saberes sobre estas materias son claramente provisorios e inseguros. Nicolás de Cusa llegó a sostener, en línea con ello, que la ciencia es la docta ignorancia. En cambio, las obras tanto materiales como espirituales del propio hombre sí son porosas a la ciencia. La cultura humana no es algo dado, sino una creación con una estructura organizacional, que requiere explicación. Los griegos emprendieron por primera vez ese cometido de entender y clasificar  lo que el propio hombre ha creado. La poesía, el mito, la religión, el lenguaje, la pintura, la música: estos son los artefactos culturales que constituyen la gran aventura humana, sobre los cuales es menester cada tanto volver la mirada en busca de balances.
Definido entonces sobre qué vamos a discurrir, y aceptando que el título nos impone un corte temporal explícito –la actualidad–, la escala humana y sobre todo el formato de un pequeño ensayo periodístico nos exigen trazar un horizonte territorial. Parece pertinente acotarlo a la Argentina –con especial énfasis en Buenos Aires–, pero entrelazando esa comprensión con la necesaria referencia a la cultura planetaria, que nos va a alejar de los peligros narcisistas propios de los nacionalismos burdos. Y elegimos concentrarnos en los problemas que plantean dos disciplinas: las artes plásticas y la literatura.

Las artes plásticas
En el caso de las artes plásticas, ha habido dos décadas revulsivas: los ’60 y los ’90. Los años 60, como corolario quizás del posperonismo, que había obturado el paso a ciertas corrientes (que Jackson Pollok, Ives Klein y de William de Kooning, entre otros, ya desarrollaban en el mundo), fueron revolucionarios por la aparición de una serie de corrientes como el informalismo (representado por artistas como Alberto Greco, Keneth Kemble, Clorindo Testa o Kasuya Sakai), la neofiguración, que trataba de fusionar elementos de la abstracción con ciertas figuras difusas (con sus cuatro estrellas: De la Vega, Maccio, Deira y Noe), el arte destructivo y el arte político que empalmaba con la boga de efervescencia contestataria (de Antonio Berni a Carlos Gorriarena, pasando por Ricardo Carpani, Pablo Suárez y el grupo Espartaco). La utilización de materiales de desecho y la experimentación (la arpillera quemada de Kemble o las latas que Berni introducía en sus Juanito Laguna), el surgimiento de otros formatos o sostenes para la obra como las performances, las instalaciones, los happenings, el videoarte, y la irrupción de un plantel de jóvenes que parecían resistir los dogmas desde el mítico Instituto Di Tella de la calle Florida, llevaron a su director, el excéntrico Jorge Romero Brest, a declarar la muerte de la pintura de caballete. Galerías de arte como Bonino y Lirolay contribuían a ese desarrollo volcando sus simpatías hacia esas apuestas aparentemente temerarias. Hoy en día la mayoría de aquellos jóvenes audaces son vacas sagradas: Alberto Greco, que se mudó a España, en cuyos pueblos hacía sus experimentales Vivo Dito, se suicidó en 1965; Jorge de la Vega cayó fulminado, de un ataque cardíaco, en la puerta de canal 7, después de una entrevista que le hizo Leda Valladares, a principios de los años ’70; Antonio Berni murió hace ya algunos años, por una ensofagitis producida trás haberse atragantado con un hueso de ave; Pablo Suárez falleció en 2006 y Carlos Gorriarena acaba de morir en este 2007. Las obras de estos artistas se cotizan ya a precios muy altos, aunque con la limitación que impone un mercado argentino que no ha logrado la visibilidad y fortaleza que sí tienen México o Brasil en las subastas de arte latinoamericano que se realizan dos veces al año en Sotheby’s  y Christie’s.
La década del ’70, en su primer lustro, fue un fleco tardío de los revoltosos sesentistas; en el segundo, un infame silencio policial. Los ’80 trajeron poco y nada, con la honrosa excepción de Guillermo Kuitca, con sus planos, colchones y mapas, que elaboró su visibilidad con una táctica tan extravagante como eficaz: alejarse sin moverse, pintando aquí y exponiendo en el exterior, escamoteando su obra al público local, para nutrirla y valorizarla.
La segunda torsión se produjo en los ’90, con una explosión de expresiones muy variadas. Las usinas de todo ese movimiento fueron la Galería Ruth Benzacar, el Centro Cultural Rojas y los talleres de Barrracas. Aparecieron infinidad de artistas jóvenes como Marcelo Pombo, Pablo Siquier, Jorge Gumier Maier, Fabio Kacero, Jorge Macchi, Leandro Erlich o Martín Di Girolamo. Con la eficacia que les otorgaban esos espacios deliberada y hasta cierto punto arbitrariamente legitimadores, estos artistas colonizaron la escena de modo inesperado y en pocos años sus obras aumentaron su cotización en diez veces. Toda esta corriente tuvo como nota distintiva cierta apariencia lúdica, que algunos interpretaban como una mirada irónica, otros como una tendencia apolítica que se burlaba del arte comprometido de los ’60, y otros como complacencia hacia el consumismo menemista. Quizás por eso se lo llamó arte light. Pero a la luz de cierto distanciamiento temporal, queda claro que había de las tres cosas y que el paso del tiempo fue colando y decantando el trigo de la cizaña. Nació la fotografía como arte mayor con la irrupción de personajes potentes como Marcos López o Alejandro Kuropatwa. Tres artistas de mucho espesor crítico, Liliana Maresca, Feliciano Centurión y Omar Schiliro (arte kitsch), murieron prematuramente. En los tardíos ’90 nació ArteBA, una feria que empezó siendo un conjunto de galerías de arte queriendo vender sus obras y fue lentamente deslizándose hacia un papel más matizado (hacia la bienal que Buenos Aires no tiene), llegando en las últimas ediciones a contar con un barrio jóven, donde exponen galerías alternativas. En el posmenemismo se consolidaron dos museos privados que han cambiado el escenario porteño: el MALBA, del empresario Constantini,  y PROA, en La Boca. A su vez, han florecido infinidad de pequeñas galerías de arte que estimulan la participación de artistas jóvenes, como Belleza y Felicidad o Sonoridad Amarilla. En Palermo Soho y Palermo Viejo menudean estos espacios muy vivos y dinámicos. Sin embargo,  la presente década no parece destinada a homologar un corpus unívoco, hay sí una variedad casi laberíntica de expresiones en medio de ciertas exigencias de ir decodificando lo que fue el gran movimiento de los ’90 y, a su vez, de revalorizar a artistas a los que esta marea venía obturando. El caso más emblemático de oclusión producido por los parricidas noventistas es quizás el de Alfredo Prior, artista al que la galería Ruth Benzacar no le daba el lugar que le correspondía y que debió pasar a un espacio menos dogmático (la galería Vassari), en el que sí resultó valorado. Últimamente el MALBA adquirió obras de este artista y se ha publicado un libro muy cuidado que incluye lo más granado de su producción del último cuarto de siglo. Las glamorosas gallery nights, que consisten en el ejercicio levemente atlético de recorrer en unas horas varias galerías de arte en medio de copas de champagne y mimos callejeros, en cambio, parecen menos un aliento genuino a la cultura que una tentativa con cierto oportunismo comercial.
En cuanto a la cultura oficial, con la excepción de algunos espasmos dados por el Centro Cultural Recoleta, como por ejemplo la iconoclasta muestra de León Ferrari, o el recorrido por la historia de la pintura argentina que el MNBA ha armado en su primer piso, hoy en día está en una parálisis que nos impele a excitar a las autoridades a cambiar la opacidad en la que están sumidos los museos. El MAMBA de la calle San Juan, a pesar quizás de su directora, una fanática de las obras con luz y enchufes, también cayó en un pozo irremediable. Ni hablar del Museo de Arte Moderno que está dentro del Teatro San Martín, que verdaderamente da pena. Y quizás el punto más objetable de la política oficial respecto de los museos es la ausencia de difusión. Los que hemos recorrido grandes capitales del mundo hemos visto esas publicidades verticales que flamean en los postes de alumbrado y la profusa cartelería urbana con afiches alusivos que permiten saber rápidamente qué exposiciones hay vigentes; aquí, esos espacios son empleados para poner tapas de dos revistas adiestradas para canibalizar a los opositores. En este marco patético, las veladas organizadas bajo el nombre:  “La noche de los museos” es una metodología saludable para atraer al público que no está familiarizado con las visitas a esos espacios, si bien los contenidos que se le muestran no resultan suficientemente potentes y seductores y se corren claros riesgos de confundir al público. 

La literatura
Cuando Borges, Cortázar, Manuel Puig, Bioy Casares o Sábato publicaban un nuevo libro, allá por años ’60 ó ’70, era todo un acontecimiento y los debates en torno a esos volúmenes perduraban durante varios años, produciéndose innumerables ediciones y reimpresiones. Los ejemplares de la Revista Sur eran esperados en toda Latinoamérica y escritores de todas partes eran recibidos aquí por Victoria Ocampo. Los debates entre intelectuales conmovían al país. La revista Contorno, dominada por los hermanos Viñas, promovían tensas polémicas que eran seguidas con fervor por un público ávido de cultura. Borges dirigía la Biblioteca Nacional con la asistencia de José Edmundo Clemente y Eduardo Mallea había transformado el Suplemento Cultural del Diario La Nación, convirtiéndolo en un hito imprescindible. Florecía la poesía, de Girondo y Manzi a Borges y de los surrealistas a Juan José Hernández. El cuento era un género al que se lo cultivaba con maestría y nuevas generaciones también se inscribieron en ese rico registro. Así, Buenos Aires era el verdadero faro cultural que echaba su luz sobre  toda América Latina.
Los últimos veinte o treinta años han sido demasiado pobres. Me atrevo a mencionar sólo dos novelas con destino de clásicos: El Pasado, de Alan Pauls, y Crímenes Imperceptibles, de Guillermo Martínez. César Aira es un fecundo autor de nouvelles ingeniosas, que fluyen año a año como conejos de una galera, con las que el lector goza, pero no alcanzan a transformarse en inolvidables. Ya no se publican ni poesía ni cuento. Los premios literarios han perdido toda credibilidad: el premio Planeta fue ya objeto de varios escándalos, empezando por Plata Quemada, de Piglia, con quien la editorial ya había consensuado la publicación; siguiendo con Valfierno, de Martín Caparrós, respecto del cual Diego Guelar denunció haber presentado a los editores, varios meses antes, un manuscrito que contenía las mismas escenas del premiado; y terminando por la última edición en que fue premiado el ex jurado Federico Andahazi por la novela El Conquistador, la cual está imputada de plagio respecto de una obra de Agustín Cuzzani. En cuanto al Premio La Nación, que empezó incluyendo versiones para poesía y cuento, quedó limitado a novela y ensayo, únicos géneros que “venden” según las editoriales, y ya fue objeto de varios episodios confusos: al otorgamiento del premio a Alberto Girri, el mismo día de su fallecimiento, lo que despertó graves sospechas, se añadieron el caso de un escritor de apellido Azetti, que plagió una obra de un escritor italiano y, en 2006, el caso de la novela Bolivia, que incluye sin citar la fuente escenas copiadas de un libro español. Es evidente que prevalecen la avidez crematística, un afán de protagonismo ilimitado y una inútil perentoriedad de fama.
En cuanto a las editoriales, han estructurado un sistema muy cuestionable, según el cual el escritor no escribe primero y después somete el manuscrito al eventual interés del editor, sino que la editorial le fija ya de antemano sobre qué tiene que versar la novela o el ensayo, qué titulo llevará y qué condimentos debe contener. Y después va ejecutando una especie de auditoria sobre el avance de la obra, e incluso metiendo baza en la escritura, produciéndose obras corales en el peor sentido del término. Pero las penurias no terminan aquí: los productos son efímeros y ya no hay debates ni discusiones, sino que el libro es difundido sólo en los primeros dos meses después de su salida (o un poco más si tiene un gran éxito), en los cuales el escritor recibe las críticas bibliográficas, es objeto de publicidades en los Suplementos Literarios y recorre algunos programas de radio especializados en libros. Durante ese primer período el libro está ubicado de modo privilegiado en las meses de las librerías. Pasado ese fugaz pasaje de visibilidad, el libro va a parar a los inescrutables sótanos o, como mínimo, de lomo, al anaquel inaccesible, a la vez que la voz del autor desaparece de los medios. De modo que quien estuvo dos, cuatro o diez años escribiendo una novela se consume como una estrella fugaz en dos meses, bajo la vorágine devoradora de nuevos libros que aparecen todas las semanas, sepultando a los anteriores y siguiendo el mismo itinerario feroz. Así, no son los intelectuales los que guían al pueblo ejerciendo una natural ortopedia cultural, no son los que trazan la cartografía de la cultura, sino que es el mercado el que manipula al intelectual, con lo cual se cae en el más elemental de los populismos. Ello desalienta a quienes quieren vivir de la literatura de modo serio e incorpora a la actividad a un conjunto de arribistas que lucran con esas escrituras delibery diseñadas a la medida del consumidor medio.
La exitosa feria del libro se inscribe sobre la superficie de esta bulimia que imponen las editoriales y las necesidades del mercado y, a veces, da la sensación de que asiste un público indiferente a la cultura, del mismo modo que podría ir a la Exposición Rural a ver vacas o a Expoagro a ver tractores. Por suerte, aún se mantienen las conferencias en las salas aledañas, que despiertan gran interés cuando los temas o los invitados gozan de prestigio. Me ha tocado presenciar e intervenir con fruición en conferencias memorables de Mario Bunge, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Juan José Sebreli, Víctor Massuh o Gilles Lipovetsky. De modo tal que, a pesar de las rigideces con las que tropieza, la feria constituye un hecho central en nuestros días de desprecio a la reflexión.
Ya no hay revistas literarias tensas, y ese lugar lo cubren promiscuamente los suplementos de los diarios o la revista Ñ, del diario Clarín, que a su vez destinan cada vez menos espacio a la literatura. La mayoría de las tentativas de hacer revistas literarias mueren por inanición al segundo o tercer número, rescatándose como los últimos intentos relativamente exitosos Puro cuento y  La Maga, cuyo óbito se remonta a una década atrás. Los escasos programas de radio y TV que se ocupan de libros y que llevan varios años en el aire, como Colectivo Imaginario, que conduce Canela, El Refugio de la cultura, de Osvaldo Quiroga, o El Ágora, conducido por quien escribe estas líneas, son islas insignificantes en medio de un piélago de camalotaje superficial, y tropiezan con el grave inconveniente de que la publicidad les es esquiva y las exigencias de la política muchas veces requiere desviar la atención. Los talleres literarios se han transformado en un arma de doble filo: por un lado, buenos maestros enseñan técnicas y hasta trucos literarios, y eso no está mal; en otro sentido, empero, esos talleres son frecuentemente colonizados por personas desprovistas de talento, que creen que el aprendizaje de la técnica puede suplir sus carencias innatas. Y algo aún peor: en muchos escritores salidos de esos cenáculos es perceptible el clishe del taller, se adivina la fórmula de la solución aprendida.
Las esferas oficiales están enteramente ausentes de los ámbitos literarios, el estímulo es prácticamente nulo. Los premios nacionales y municipales ya no son lo que eran y los montos fueron congelados.  La Biblioteca Nacional quedó enredada en graves conflictos sindicales y cayó en una especie de colapso, con sectores cerrados y gran cantidad de libros sin clasificar. La actual conducción logró restablecer cierta serenidad, pero a  fin del año pasado floreció una querella entre el Director, el vanidoso Horacio González, y su segundo, el especialista en bibliotecología y organizador del CEDINCI, Horacio Tarcus, que desembocó en el alejamiento de este último, es decir de quien sabía del tema.

Conclusión
La década del ’60, marcada planetariamente por la esperanza que representaba Kennedy, por los Beatles, por el pop, por los hippies, por la irrupción de Cuba como fenómeno de cambio, por la muerte del Che en Bolivia, por el Mayo francés, por el Cordobazo y por una dinámica muy potente que intentaba cambiar todo de cuajo, produjo un boom en la cultura cuyos ecos aún hoy resuenan en los estilos y contenidos, pero en el caso de los argentinos (que siempre tomamos todo a la tremenda) desembocó, en los ’70, en el dramático fracaso del proyecto revolucionario, con su primer lustro de política concebida como conflicto y articulación de la violencia y su segundo lustro de trágica represión. Por eso quizás al sonar la alarma de un nuevo hito, en los ’90, el arte adoptó una táctica más cautelosa, más elusiva, más ambigua e incluso irónica. Y hasta podríamos decir crítica respecto del compromiso político. Esa podría ser también la explicación de por qué en los ’60 el nudo revulsivo se gestó tanto en las artes plásticas como en la literatura, mientras que en los ’90 la literatura, que requiere una mayor exposición discursiva, mantuvo cierto silencio. En todo caso, es evidente que en la actualidad la presencia muy acentuada del mercado marca la actitud del intelectual de un modo distinto al que lo afectaba en los ‘60, aunque las artes plásticas parecen poder refugiarse con más picardía en ciertas formas de escamoteo y ocultamiento (lo habían hecho en el Renacimiento con la iglesia, lo hizo Diego Rivera en los murales que pintó en Estados Unidos y lo hicieron aquí los artistas de los ’90), mientras que la metáfora del escritor es una herramienta menos eficaz para esa tarea. También es cierto que la voz del intelectual es cada vez menos valorada, razón por la cual la censura tiende a ser crecientemente innecesaria. Que Torcuato Di Tella haya debido renunciar después de denunciar que en la Argentina la cultura no es prioridad, es un hecho que ni siquiera llama la atención. No llama la atención que lo diga ni que deba renunciar por decirlo. El problema es que si para la política la cultura hoy es, a lo más, un espectáculo que debe redituar votos, para el mercado es un procesamiento de objetos que debe redituar ganancias y para muchos artistas es, como se ha verificado, un espurio deslizamiento a las prescindibles guirnaldas de la fama.

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