Obsesión

Cuento de Jaime L. Kleidermacher Primer Premio XV Certamen Internacional de Relato Breve Julio Cortázar (2012). Universidad de la Laguna, Tenerife, España

Estaba seguro de que me enfrentaría a una nueva frustración. Navegaba entre la certeza del fracaso y la incertidumbre acerca de mi ánimo post desiderátum. Luego de la última y desalentadora cita me había llevado tres meses sobreponerme. “La vida continúa” me dijo mi amigo Néstor cuando insistió en que debía reincidir.

El bar era amplio y luminoso, tal vez demasiado para la ocasión. El sol galopaba, dominante, por el salón, y restallaba sobre las superficies lustrosas de los muebles de fórmica blanca y brillaba multiplicado en el metal de los utensilios.

Debí haber elegido un lugar con más onda, no tan limpio y ordenado; así como debí haber optado por la noche, que siempre disimula las imperfecciones, y no inclinarme por la seguridad que brinda el día. Me sentía ridículo esperando a mi cita a ciegas en este local familiar a la hora de tomar el chocolate caliente. Pero qué le iba a hacer. Estaba jugado. Hubiera sido demasiado estúpido cometer dos veces el mismo error. Mientras, la vigilia despertó los resortes de la memoria…

El encuentro anterior había comenzado muy bien. Había invitado a la joven –teléfono acercado por mi prima Chela- , a cenar a un lugar que las revistas de actualidad calificaban con triple cucarda en el rubro “ambientación” o “clima”. Como siempre, yo había arribado cuarenta minutos antes, me había sentado a la mesa y le había pedido cinco veces a la moza, ya no tan solícita como al principio, cuando me ubicara en la reserva, que repasara los rebordes de las copas y limpiara el costado derecho del florero, para que nada me agobiara. La joven se había retrasado apenas diez minutos. En otro contexto hubiera sido suficiente para alterarme, pero en aquel caso había exhibido aun templanza y un complaciente estado de ánimo, apenas empañado por el copioso sudor que había destilado mi frente y el tono forzado de mi voz, que se había elevado dos decibeles hasta resonar un octavo más aguda. Pero, insisto, había mantenido la histeria bajo control. La susodicha, Antonia de nombre, se había presentado bastante bien, salvo por el mínimo detalle del rímel sobre su mejilla izquierda, que era ligeramente más denso que el de la mejilla derecha, perturbando de manera decisiva el equilibrio de su armónico rostro. Desconocido para mí mismo, hube de contener el ímpetu autónomo de mi mano, que había pretendido alcanzar aquella mejilla y difuminar la cantidad de maquillaje para restablecer el balance trastocado. El masaje frenético e inopinado de mis dedos toscos sobre la piel de Antonia, sorprendida y violentada, no hubiera sido nada bienvenido. También había logrado sofrenar el impulso reparador de quitar el miligramo de mantequilla que se había instalado sobre la comisura de los labios de la muchacha, quien había intentado conducir la conversación con encomiable energía sin saber yo acerca de qué, ocupado como había estado en exagerar la limpieza de mis propias comisuras, pese a que nada había ingerido, para tratar de influir en forma refleja sobre mi interlocutora. La ampulosidad de mi gesticulación finalmente hubo de resultar exitosa y, por acto reflejo, Antonia se había removido la amarillenta grasitud. El alivio había resultado, empero, pasajero, porque ella me había demandado una respuesta que yo no había podido siquiera ensayar, al haber perdido por completo el hilo de la conversación, ofrendando a su requerimiento sólo un silencio hosco y poco galante. Luego, la joven habría de perder su ya precaria compostura a la tercera vez que hube devuelto mi tenedor. La primera, por impúdica exhibición de partes sucias; la segunda, porque el reemplazo había presentado un diente claramente torcido, al menos a mí me había dado esa impresión al compararlo con la línea recta de la mesa; y la tercera porque me habían alcanzado uno que no había correspondido al juego con el cuchillo. Antonia había aullado que me daba el de ella, que concluyera con tan doloroso sinfín, y yo lo hubiera tomado como un acto de generosidad manifiesta, de amabilidad notable, sino hubiera percibido cierto gesto de complicidad con la moza, quien, a mi espalda, estaba convencido, había girado con sostenido énfasis el dedo índice sobre su sien.

La comida en sí me había resultado intragable. No sólo por la inadecuada correlación entre el nombre sugerido a los platos en el creativo menú y los alimentos servidos a los que referían – por ejemplo: ”reducción de hierbas con tomates concasé distribuidos sobre láminas de hojaldre acarameladas, ligeramente aromatizadas con soja de la primera cosecha y mentillas salvajes” había resultado ser una simple y diminuta ensalada de lechuga y tomate sobre crostines apenas mojados en una salsa indiscernible-, sino porque además habían sido presentados en una forma caótica, que adolecía de todo recato estético. Hube de protestar de manera reiterada, para conseguir una adecuada reparación. Antonia había seguido mi irrefrenable actitud con una estoica paciencia, pero un sostenido tic en su párpado derecho y una evidente tensión en su vena cava, que había latido en forma rítmica, habían delatado sus notorias contradicciones internas.

Mas todavía creo que aun hubiéramos podido arribar a buen puerto si, al promediar la noche, no hubieran comenzado a apagarse las velas dentro de las bonitas farolas que habían iluminado los centros de las distintas mesas del restaurant. La hermosa Antonia, compungida, me había intentado comentar un hecho significativo de su adolescencia, no recuerdo bien a qué se había referido, algo que había dejado su impronta como una marca indeleble en su espíritu, y yo a los gritos, definitivamente perturbado, me había encolerizado con todas las mozas del lugar, a quienes había conminado a que tomaran una decisión que con toda contundencia habría debido imponerse, no sé cómo no lo habían visto con la prístina elocuencia de un servidor : a) encender los oscuros candiles ahora humeantes; o b) proceder a extinguir las llamas de las aun luminosas farolas del salón, para restablecer el equilibrio precario que todo ser humano necesita a fin de desenvolverse con un mínimo de cordura en este mundo de por sí tan cambiante.

No habíamos llegado aún a los postres, cuando el administrador del restaurant, con suma delicadeza, me había dejado la cuenta de la consumición pronta para el pago, mientras que con un discreto pero muy duro golpecillo en el hombro, me había ofrecido al oído que si pagaba y me iba en los próximos diez minutos, me ganaba un 30% de descuento.

“Puedo ser obsesivo, pero no tonto”, le había dicho a mi novel compañera, dispuesto a no ceder a la presión. “La noche es todavía joven” había pretendido sugerir. Ella me había sonreído con labios prietos, y había insistido en que la oferta le había parecido realmente muy generosa, instándome a aceptarla. Cuando, ante mi caprichoso conato de resistencia, Antonia hubo de amagar con pagar ella, porque igual, según había señalado con firmeza, debía volver temprano a su casa, hube de aceptar el fracaso de aquella cita. Nunca después me había animado, siquiera, a llamarla por teléfono.

Y ahí estaba de nuevo, ahora de tarde, sin velas que pudieran apagarse, y sin cubiertos de distintos juegos, reincidiendo en procura de una nueva oportunidad, a la espera de poder pasar de un primer fallido encuentro. Todas mis fuerzas estaban concentradas en aislarme del entorno, en impedir que mi vista y el resto de mis sentidos percibieran irregularidades, inarmonías, desequilibrios o disonancias de cualquier naturaleza. Debía comportarme con normalidad, Néstor había insistido. Néstor, que de nuevo me conseguía un teléfono, un nombre, una esperanza. Juana se llamaba, y la esperaba.

Llegó un minuto antes de la hora convenida y ese pequeño gesto me ahorró kilogramos de energía estéril que hubiera dilapidado tejiendo conjeturas amargas, dictadas por la inseguridad y la angustia.

Me reconoció enseguida, seguro por la sonrisa que iluminaba mi rostro, y el hecho de haberme levantado para recibirla, y la circunstancial comprobación de que las otras mesas del lugar estaban ocupadas sólo por madres con chicos y algunas abuelas que tomaban el té. Era pequeña y muy delgada. Su tez, pálida, no tenía maquillaje alguno. Tampoco se vestía a la moda, sino de una manera que me pareció sencilla y confortable, apenas un pantalón de sarga oscuro y una camisola blanca. Su presencia, en conjunto, tuvo la virtud de hacerme sentir cómodo.

Me saludó con naturalidad con un beso en la mejilla y se sentó frente a mí. “Soy Juana” me dijo. “Soy Pedro” contesté. Tras un minuto de silencio algo incierto, el mozo se acercó a preguntarnos qué íbamos a tomar. “Algo fresco” dijimos los dos, casi al unísono y nos reímos tontamente de la coincidencia. Pedimos dos gaseosas.

Me preguntó cómo había conocido a Néstor y, no sin cierta inicial vacilación, comencé a relatarle anécdotas del colegio primario, de la secundaria, de nuestro paso por la facultad. Iba ganando en confianza, y ella me sonreía o asentía en los momentos apropiados y entonces el leve titilar de la bombita de luz del fondo, el vaivén de la mesa de al lado una de cuyas patas era imperceptiblemente más corta, el botón dorado que dolía por su ausencia en el impecable uniforme de uno de los mozos, el reloj de pared que atrasaba dos minutos, la mancha de kétchup en el tapado de la abuela que descansaba en el respaldo de su silla, todos esos detalles aligeraron su pesadillesco dramatismo, y parecían encajar en un escenario difuminado, como en sordina, irrelevantes.

Debe haber sido porque me relajé, porque la estaba pasando bien y mis alertas habían bajado su umbral de atención, el hecho es que estaba vulnerable, inerme a cualquier ataque a mis sentidos, y entonces me sobresaltó observar cómo la espuma de la gaseosa que había sido servida en la copa de Juana superaba el borde, se inclinaba hacia un costado y comenzaba a chorrear. Me volví loco. No pude contenerme. La fuerza que movía mis instintos era irrefrenable y poderosa. El tiempo me jugaba en contra por la fuerza de la gravedad que jugaba sus ases en la partida y el líquido descendía con rapidez por la concavidad vidriosa, que descansaba entre las dos manos frágiles de Juana. Salté como un poseso y con mi servilleta limpié con frenesí la pared cristalina hasta el borde, arrancando la copa de las manos de la joven. Recién cuando comprobé que la superficie del recipiente había recuperado su necesaria sequedad, la volví a dejar en su lugar y me senté, agitado y nervioso. No tuve fuerzas para mirarla a los ojos. “Disculpame”, apenas mascullé. Sabía que había vuelto a perder. Ya no podía desatender las persistentes señales que me emitían la bombita titilante del fondo, el vacilar de la mesa contigua, el botón ausente y las agujas reptantes del reloj que atrasaba. Desde el fondo de mi mente, aquellas imágenes avanzaban a paso redoblado e imponían su actualidad urgente, su demanda ineludible de atención inmediata.

Y en ese momento ocurrió el milagro, el pequeño milagro que todo hombre cree merecer. Juana me dijo: “Gracias, muy amable de tu parte, no me había dado cuenta, estaba demasiado atenta a ese reloj, no sé si notaste, que atrasa dos minutos y veinte segundos. Y además, si me permitís, quisiera hacer algo desde que llegué, que me tiene un poco loca, me dejás…?” y al mismo tiempo Juana alargaba sus manos delicadas y me liberaba el lado derecho del cuello de la camisa, para que se emparejara con el lado izquierdo el cual, rebelde como un ala autónoma que quiere despegar vuelo, se había escurrido de la presión que debía imponerle el chaleco azul que usaba y, así, el Universo podía recuperar parte, al menos, de la armonía perdida. “Ahora está mejor, ¿no te parece?”

“Me es imposible reflejar en meras palabras cuánto mejor me parece”, le contesté, mientras nos mirábamos a los ojos y, con profunda gratitud, nos reconocíamos.

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