Dudas

Por Jaime L. Kleidermacher

Me había anotado con anticipación al curso de filosofía que dictaba el profesor Charles Althous aquel semestre. No era materia obligatoria dentro de mi carrera, sólo sumaba algunos puntos académicos, pero se trataba de mi verdadera vocación. Seguía Administración de Empresas por razones claramente pragmáticas; sin embargo, aquella vez permití que mis lecturas e intereses pesaran en mi elección.

El primer día de clases estaba nervioso, acelerado. Althous era una leyenda entre los profesores del claustro docente. Las opiniones a su respecto eran extremadamente antagónicas. Había quienes lo consideraban un hombre accesible, contemplativo con sus alumnos, mientras otros lo tildaban de arbitrario e injusto. En lo que todos coincidían era en que se trataba de un hombre muy inteligente e ilustrado. También se sabía que jamás había calificado a nadie con un diez en toda su carrera docente.

Me llamó la atención, al llegar al aula, que él esperaba adentro. Había llegado muy temprano. Lo haría luego durante todo el curso. “Tenemos apenas 90 minutos por clase”, decía, “no los podemos desaprovechar”. Era delgado, calvo y muy alto. Su voz suave tenía un timbre algo metálico cuando se elevaba, y cierta carraspera propia de quienes han fumado mucho en su vida. Llevaba siempre lentes con un cristal de una leve tonalidad ambarina, desconozco el porqué. Pero el color hacía difícil ver sus ojos pequeños, o encontrar matices en su mirada. Eso le permitía establecer una cierta distancia entre el alumnado y él, que imprimía rigor a su estilo docente.

Por supuesto, nos trataba de usted. Y jamás se permitía un chiste, una broma, o un comentario soez. Nunca hablaba del clima, o comentaba sobre un partido de fútbol ni emitía alguna opinión de política coyuntural. La gnoseología, la ontología, la metafísica y la ética, eran los grandes océanos donde nadaríamos los próximos seis meses. No había tiempo para distracciones. Y habilitaba y promovía la intervención activa de sus alumnos en cada clase. “La filosofía es el arte de pensar, profundizar, desafiar las ideas, destruirlas, si es preciso, para arrancar de la masa informe otras posibilidades de orden y sistemas conceptuales. La filosofía es un ser vivo, no un cadáver para estudiar en las mesas de disección forense.” Así se presentó en aquella primera jornada. Y yo aproveché cada minuto para intervenir, hablar, opinar. Tantos años de lectura solitaria, desorganizada y amateur sobre Platón, Aristóteles, Descartes, Kant, Hegel, Spinoza, Nietzsche, Sartre… hervía en deseos de participar, acotaba en cada oportunidad en que me parecía pertinente. Preparaba los temas que se tratarían en cada clase con anticipación, leía bibliografía atinente y así intentaba alzar una voz que contribuyera al debate y la discusión.

Las primeras veces en que me hice oir, mi opinión fue saludada con una cálida receptividad; sentí cómo la autoridad me daba la bienvenida a un universo intelectual superior, y entré en un limbo de autosatisfacción, plenitud y gozo que nunca antes había experimentado. Sentía que había sido elevado a una dimensión de profunda calidad espiritual, y la adrenalina corría por mis venas. Las imágenes y los ecos de aquellas intervenciones y las palabras de agradecimiento de Althous por mi certera contribución a la lectura del día, me acompañaban durante días, y alimentaban mis sueños como una sensual caricia.

Lamentablemente, la dicha duró poco. No había pasado un mes del inicio de las clases, que comencé a sentir que mis intervenciones habían dejado de ser bienvenidas. Todas mis acotaciones eran controvertidas, infravaloradas, o, a veces, Althous ni siquiera me daba la palabra. Mi brazo quedaba erguido en lo alto, rígido, inútil como un espantapájaros solitario en una tierra yerma, donde las aves jamás se acercan.  Yo me esmeraba el doble, entonces, profundizaba aún más en los capítulos que venían, buscaba bibliografía alternativa, preguntaba opciones en la biblioteca…era inútil. Bastaba con que mencionara el autor de la cita que inspiraba mi posición, para que Althous lo degradara señalando que se trataba de un anacrónico incompetente, o que me dijera que tal filósofo había cambiado todo su parecer en los últimos años de su vida, de manera tal que su aporte inicial quedaba invalidado. Nunca cejé en mi empeño, volvía con tozudez cada clase tratando de recuperar la estima del profesor. Esmerilaba en mi mente mis próximas oraciones para que resultaran las más interesantes, profundas y afiladas que pudiera pergeñar. Hasta que una vez, ya cerca del final del semestre, un compañero de aquellos con más bajas entendederas, voluntarista, pero escaso de luminarias, levantó su mano para decir algo, ante la sorpresa general. Por supuesto, Althous le cedió la palabra, y el muchacho planteó, entusiasta, una barrabasada olímpica, un dislate cósmico, un razonamiento que evidenciaba que había leído todo el material del curso, pero que lo había malinterpretado de cabo a rabo. Una presentación hecha para el desastre. Ahí mismo alcé mi propio brazo para corregir lo esencial de aquella grave anomalía discursiva, cuando el profesor me paró en seco. Se sacó los lentes ambarinos, por primera vez, y me atravesó con una mirada bizca y acerada. Sentí la furia de sus ojos miopes y me quedé callado. Althous agradeció entonces muy profundamente la intervención de mi compañero. Señaló que más allá de algunas inconsistencias que luego remarcaría, resultaba sumamente interesante el aporte porque permitía profundizar, aun desde la inexactitud o el error, algunas de las cuestiones vitales más significativas del tema que estábamos discutiendo. Me pareció que su perfil aguileño giraba hacia mí cuando agregó que debíamos valorar cómo el ejercicio del razonamiento se enriquece con el contraste que permiten distintas formas de aproximación a las opuestas aristas de las grandes incógnitas que platea la filosofía. Ese día mi compañero no cabía en su pupitre, henchido de orgullo como estaba, y yo, hundido en el mío, supe que la mirada de Althous, más que una caricia, sería ahora la bofetada que movilizaría las pesadillas que poblarían mis siguientes noches.

Guardé silencio por el resto del curso. Las clases de Althous seguían siendo brillantes, y traté de tomar de ellas lo mejor.  Cerca del final, el profesor explicó que como los trabajos prácticos y los parciales habían sido muy satisfactorios, para el examen final y la calificación de cada alumno, deberíamos preparar un tema, para desarrollarlo en media hora de exposición, elegido según nuestro criterio. Recuerdo que pensé que aquella podría ser mi revancha. Tenía diez días para tomar el tema más difícil, y profundizarlo hasta el límite de toda la bibliografía disponible en el mundo, y plantarle en la cara a Althous la mejor tesis que hubiera escuchado en su vida. A ello me aboqué. No había Internet en aquella época, así que visité las tres mejores bibliotecas, las más nutridas de mi ciudad, y estudié de sol a sol, desarrollando los tópicos elegidos y luchando luego para ordenarlos a fin de lograr una disertación ajustada al tiempo otorgado. Tenía una lista de dudas, o preguntas que las cuestiones más espinosas me dejaban, y pugnaba por preparar las respuestas adecuadas antes de permitir que Althous me interrogara al respecto y me dejara en off-side.

Por fin llegó el día. Althous nos esperaba en el aula de siempre. Debíamos pasar de a uno, de manera que nadie escuchaba lo que pasaba adentro en relación a la exposición de los demás. Cuando llegó mi turno, el profesor se levantó, me estrechó la mano con una sonrisa, y me indicó que me sentara frente a él. “Muy bien –dijo- ¿qué preparó para hoy?” y en ese momento, no sé qué me pasó, es difícil explicarlo…toda la clase magistral que había preparado me pareció pueril y poco interesante. Sentí que nada de lo que pudiera yo enhebrar del conocimiento universal respecto de las cuestiones profundas que había estudiado, iba a impactar a aquel hombre sabio. Nada de lo que había ensayado tenía sentido alguno. Él debió haber sentido mi dubitación, mi expectación, porque insistió “¿y bien…?” “Mire, doctor –le dije- la verdad es que ésta es la última oportunidad en que voy a tenerlo de profesor, es más, -agregué- voy a contar con usted por media hora todo para mí… y el tema en que estuve profundizando me generó algunas dudas y preguntas, y hay un par de ellas que, por más que les he dado vueltas y más vueltas, no logro despejar… ¿No le molestaría a usted explicármelas?” Althous se incorporó, de pronto, interesado. “¿Unas dudas? Qué interesante, muchacho, dudas, por supuesto, cómo no, a ver de qué se tratan…” sonrió. Saqué mi libreta, donde las había anotado y se las expuse, tratando de ubicarlas en el contexto en que me habían surgido. Pasamos casi dos horas conversando. No me dejó irme hasta que pudo ver en mis facciones más distendidas, que se habían disipado, al menos en algunos de sus aspectos, las dudas planteadas. Sobre otras cuestiones, me señaló, seguiría pensando, porque no estaba seguro del camino correcto para su análisis. Mis compañeros, afuera, tocaron la puerta, para ver si estaba todo bien. Mi tiempo se había agotado hacía mucho. Le pregunté al profesor si quería que desarrollara, tal vez sintéticamente, lo que había preparado, ya que al final había hablado él mucho más que yo. “No muchacho, no creo que esta vez haga falta. Me parece que no”. Me dijo lacónico y pensativo. Lo saludé y me fui. Cuando me preguntaron afuera cómo me había ido, no supe qué contestar. Realmente no tenía idea. No había podido exponer ni una sola línea de lo que había preparado.

Al final de aquella jornada, mis compañeros vinieron corriendo a buscarme al buffet de la facultad donde esperábamos por las notas y nuestras libretas universitarias. Gritaban y me empujaban, no entendía bien lo que decían. “Un diez. Te puso un diez” por fin logré distinguir, y una leve sonrisa se estampó en mis labios. “No entiendo”, me inquirió uno de ellos, “¿no estás exultante? Te calificó por primera vez en su vida con la nota más alta… ¡sos algo así como un record! ““En realidad, no tiene mucha importancia” le señalé, “lo realmente trascendente es que despejó mis dudas, y creo, por fin, que aprendí su última lección”.

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