La reina a muerto

Por Zelmar Acevedo Díaz

Hashi Kido lamía con la lengua de su mirada el cuerpo de aquel artrópodo perfecto, el abdomen brillante de rojo sangre que insistía en doblarse en media luna como si planificara inmolarse con su propio aguijón, los tres juegos de patas raspando la superficie cóncava de vidrio, intentando adherirse con los ganchos mientras Hashi Kido hacía rotar y rotar el frasco siempre en el mismo sentido, mirarla en sus movimientos, reacciones, quizá en su temperamento, ¿serían todas iguales? ¿todas cortadas por el mismo molde? ¿o cada una tendría personalidad, carácter, rasgos propios? Poco se sabe de ellas en estos aspectos, un insecto es una página de diccionario, un párrafo de texto especializado, un segmento de filmación, apenas una entre tantas, entre las cuarenta o cincuenta millones de hormigas que integrarían la colonia, y ésta que tenía en sus manos dentro de un frasco optaba ahora por mantenerse inmóvil, las patas abiertas y el cuerpo rígido cuando quizá otra de su misma especie recorrería la totalidad de la superficie de vidrio explorando la salida, intentando acercarse a los agujerillos de la tapa, atenazar con la fuerza de las mandíbulas los orificios del respiradero. Hashi Kido no era de sonreír y jamás se hubiese permitido insolencia semejante ante la hormiga atrapada en el frasco, la hormiga había renunciado al escape, lo escrutaba desafiante igual que aquella imagen de la película sobre las marabuntas que marcara su infancia, lo estaba sintiendo, lo percibía con su mirada ciega, atenta, haciendo lo posible por no participar del jugueteo de rotación, de hacerse resbalar sobre la superficie de vidrio, no iba a investigarla a su antojo era lo que transmitían las antenas tiesas, la mandíbula petrificada como si estuviese muerta, ahora muerta momia, muerta rígida yerta inerte, muerta de días enteros, clavada por un alfiler de bruma nocturna. Sacudió el frasco esta vez. Hubiese podido voltearla, pero la hormiga quedó de pie, ahí con su orgullo de tótem, altiva. Hashi Kido abandonó el frasco en la mesada. La había recogido con la prudencia de sus dedos el día anterior, en el sendero marcado por feromonas encendidas y dirigido hacia uno de los vivaques más elevados de la sabana, una torre de entre ocho y nueve metros de altura según sus cálculos, una rascacielos de barro y espumajo impecablemente construido, con sus chimeneas, sus cientos de orificios que eran túneles de ingreso, de ventilación, una red de intrincados laberintos que conducían hacia las profundidades más insondables, más abajo de la superficie del suelo, unos tres metros, quizá algo más, sótanos velados que penetraban hasta las últimas cámaras de un mundo en tinieblas, allí el punto más arduo que viniera a buscar con todo un equipo de filmación y con el único propósito de encontrarla y analizarla, ella, la soberana, la emperatriz atendida por su corte de doncellas, guardianas, aseadoras, por el único semental autorizado a fecundarla, filmar lo que nadie nunca filmó, la reina en una explosión de huevos perpetuos, la sola reproductora en una aglomeración más grande que la más grande de las ciudades, unos veinte mil por día, ciento sesenta y cinco millones de párvulos durante sus quince años de existencia, peleando minuto a minuto, segundo a segundo por su vida, hasta que la fecundidad se hiciese agotamiento y hartazgo, producción exhausta, y la alcoba de amor le fuese tapiada por una argamasa de soledad, de cámara mortuoria, agonía y olvido.
El jeep avanzó dejando una estela de polvo que se elevaba hasta el vuelo de los flamencos y terminaba por disolverse en el aire ya agobiante de la mañana, todavía húmedo de estrellas, de las voces de los ñus y del rugido intimidante de las leonas. Hashi Kido debía aprovechar esas horas antes de que el calor se volviese luz vertical y el sol un agujero incandescente en el espacio, no tanto por los cuarenta y tantos grados que habría de sentirse a cielo abierto, sino en el interior de su equipo protector contra las tenazas de las hormigas, a mitad de camino entre atavío para abejas y traje astronáutico y a pesar del sistema de ventilación para que su pobre cuerpo empapado de estimulantes olfativos no quedase reducido a un esqueleto de ojos huecos y pelos pegados al cráneo. Todavía tardó más de dos horas en llegar al vivaque a velocidad prudente, debiendo atender el radio por el que uno de los guardaparques solía llamarlo para confirmarle que no había novedades. Pero el corazón de Hashi Kido se iba acelerando en la medida que se aproximaba y un cosquilleo en la lengua le inundó la boca de saliva cuando lo vio elevarse en el horizonte, majestuoso y omnipresente, a unos setenta metros del único árbol en los alrededores. Detuvo el jeep bajo la sombra de la acacia y comenzó a sacar con gran cuidado los aparatos de filmación antes de colocarse el equipo protector, que no hubiese hecho falta si sólo fuera a acercarse al vivaque para apuntarlo con la lente y captar ese monumento de ingeniería con el fin de trasladarlo a las pantallas del mundo documentalista. Pero el asunto era meterse en el hormiguero, invadirlo con una cánula flexible que llevara en el extremo aquella cámara ínfima y dirigible capaz de introducirse por las galerías hacia las profundidades, violar el secreto de estado, la intimidad de los socavones, los recorridos con restos de insectos en las tenazas, babosas, escarabajos, grillos, arañas, otras hormigas, avispas caídas en desgracia, pataleos de cucarachas, gusanos en sus inútiles intentos de huida, ofidios viejos y enfermos, pequeños mamíferos heridos, restos de un banquete de animales enormes luego de atravesar por la corredera de sus predadores en una escala de jerarquías, felinos, hienas, aves carroñeras, y por último ellas, las hormigas voraces metiéndose hasta el último reducto de huesos, cartílagos, tendones, sesera, dejando la blancura de los huesos a la intemperie de vientos y lluvias, de aires hirvientes y noches desmesuradas, de un tiempo sin urgencia y que nada quedara de ellos. Hashi Kido debió caminar con precaución, cuidando que ningún crujido de hormiga quedase aplastado a la suela de su zapato. Tres líneas partían y regresaban del vivaque, senderos frenéticos como si las hormigas simularan tropezarse y estorbarse unas con otras, pero Hashi Kido sabía que dentro de ese desorden aparente había un orden de cien mil años de antigüedad, un funcionamiento social que había precedido al hombre, que seguiría luego de que éste se extinguiera, y ése era el origen de aquel sentimiento de inferioridad, de fugacidad que desde siempre sintió ante cualquier artrópodo indefenso bajo la amplificación de su lupa. Uno de los senderos se extendía viboreando hacia el noroeste, otro hacia el este, y el último hacia el sur. Tomó la precaución de abrir el trípode a distancia de cualquiera de ellos, acomodó el visor y comenzó a introducir la cánula con la cámara lumínica en la punta, como la cofia de una raíz que merodea en busca de su lugar en la tierra. La cánula lo fue llevando por un reguero de túneles que se bifurcaban y trifurcaban, tratando de escoger aquel que lo conducía hacia los estratos inferiores. A veces debía regresar en busca de otro y retomar el camino. La capacidad direccional de la cánula le fue pareciendo tan asombrosa como ese laberinto de pasillos por donde permanentemente se encontraba con hormigas que no parecían asustadas ni asombradas por la presencia del intruso, ciegas a la luz, a la sustancia inodora, metálica y fría. El rollo de la cánula, como una manguera de jardín, tenía todavía algunos metros para seguir metiéndose por aquella maraña de cámaras y pasadizos que las más de las veces terminaban en corredores sin salida, bruscamente interrumpidos por paredes impenetrables. La reina estaba bien resguardada.
Como si la filmadora tuviese captación de sonido, un cuchicheo de patas, antenas, voces mudas, mensajes indescifrables, se fue haciendo cada vez más notorio, o quizá fuera su fantasía, una ofuscación de ese abismo visual que prestaba al oído clamores que no eran posibles. Pero algo le decía que el alerta ya había sido dado en el interior del hormiguero. Algunas hormigas salían caminando por el cilindro de la cánula, recorrían el aparato de filmación, su traje espacial, le invadían las manos, los pies, el acrílico visor, tratando de comprender la naturaleza de esa especie que se había acercado al vivaque tal vez con el propósito de olfatearlo, de investigar en sus cavernas por alimento, un peligro como nunca antes cuando las paredes de argamasa eran duras como roca, inexpugnables a las garras, a las dentelladas, a los vendavales, al fuego y a las tempestades. Cuatro veces Hashi Kido debió extraer la totalidad de la cánula para intentarlo por otros socavones, pero las hormigas parecían haber tapiado cada recorrido como acondicionándolo contra cualquier posible invasor, transformando el hormiguero en un laberinto sin posibilidades de aproximarse al núcleo, a las vertientes de descenso, a las cámaras cada vez más lóbregas y frescas mientras él empezaba a calcinarse por la combustión de la tarde, habiéndose olvidado de todo, del agua potable, del jamón y las tortillas que habitaban la conservadora del jeep y el vacío de su estómago, del jeep que ahora se incendiaba por la rotación del sol y el peregrinaje de la sombra de la acacia, mientras él lograba sostenerse pleno de búsqueda científica y de temperaturas salvajes.
Pero todo fue inútil. La cofia de filmación en el extremo de la cánula, cuando no era interrumpida en su recorrido, se extraviaba en túneles cada vez más intrincados que parecían funcionar como trampas cazabobos, conduciéndolo hacia ninguna parte, a otros túneles que no tenían sentido, perdidos en sí mismos o, peor aún, atravesando el hormiguero y saliendo del otro lado como un gusano metálico asombrado y calcinado por la luz. Al atardecer, exhausto y anémico, con la impresión de un gusto amargo en la boca y la lengua algo hinchada por la deshidratación, levantó el equipo y empezó a caminar los cansados setenta metros hacia el vehículo, perplejo allí en su vasta soledad, extraviado en un horizonte en llamas por donde un anillo incandescente descendía más lento que lo previsto. Unas pocas hormigas seguían prendidas a la indumentaria, desplazándose por las piernas, el pecho, las espaldas, la superficie acrílica del visor, sin ningún tipo de agresividad aparente, más en papel de exploradoras que de guerreras en defensa de la torre. Además, ese silencio, como si en cientos de metros alrededor del vivaque no hubiese criatura alguna, ni siquiera en aquel monte de arbustos y árboles enanos, nada, nadie, cualquier presencia de insectos, de pájaros, de monos, de grandes mamíferos, alejada del hormiguero que ya prolongaba su sombra de reloj solar por sobre una sabana de estanque y de oro antiguo. Llegó a preguntarse por esa ausencia de animales, de bullicio de atardecer, de rugidos y chillidos, esa quietud misma del aire, sin una ventisca, una ráfaga solitaria, y el ruido al cerrar la puerta del jeep se le figuró una estruendo en medio de aquel espacio donde cada respiración, cada latido, parecían suspendidos. Nunca percibió un silencio como ése en la sabana. Apenas prendió el motor, oyó el sonido del radio que reclamaba su respuesta. Thomas le comunicó que empezaba a estar intranquilo, que estuvo a un paso de enviar la patrulla para ver qué ocurría.
Al día siguiente Hashi Kido dejó escapar la mañana y se levantó cerca de las diez. Pasó la tarde preparando el equipo, limpiando la cánula, la cofia de filmación, el visor nocturno, que ninguna hormiga hubiese quedado adherida o dentro del traje de protección. Thomas vino a visitarlo después del mediodía y le advirtió una vez más que no debía aventurarse solo, no por las hormigas sino por el entorno. Hashi Kido le dijo que el entorno había desaparecido, que no parecía haber nada en cientos de metros alrededor del vivaque, pero el guardaparque lo tomó a broma o como una metáfora japonesa. Antes del anochecer, Hashi Kido detuvo el jeep a menor distancia que el día anterior, cruzó los metros hasta el hormiguero con su indumentaria galáctica e hizo un reconocimiento de la situación. Las hormigas seguían trabajando frenéticamente, pero al menos dos de los senderos habían cambiado de dirección, extendiéndose hacia el noreste y hacia el oeste, en sentido del bosque de los arbustos y los árboles enanos. Tal vez hubiese un animal muerto en su interior, un animal de gran porte a juzgar por la cantidad de hormigas que iban y regresaban con las mandíbulas cargadas de sustancia irreconocible. Luego volvió a ubicar el trípode de filmación en una cara distinta de la torre y se colocó el dispositivo fotosensible para la visión nocturna. La pantalla con el recorrido de la cofia lumínica por el interior del hormiguero llegaba a cegarlo por momentos, pero durante largos tramos las paredes oscuras absorbían el exceso de luz y permitían una visual adecuada. De todos modos, el recorrido comenzó a ser tan decepcionante como el día anterior, de continuo interrumpido por túneles tapiados que obligaban a la cánula a retroceder y a introducir la cofia por más y más socavones, que en vez de descender a las verdaderas y profundas entrañas del hormiguero, la desviaban por los bordes en recorridos horizontales, incluso en ascenso durante varios tramos. Era como si las hormigas y no él, Hashi Kido, destacado investigador de la universidad de Kobe, determinaran el trayecto de la cánula. Fue luego de hora y media de intentos frustrados, que tomó la decisión de penetrar la cánula por las entradas inferiores, cerca del suelo. No era una posición muy cómoda estar de cuclillas o arrodillado durante un tiempo que parecía interminable y debió bajar la pantalla de observación para no levantar continuamente la vista y terminar con dolor de cuello. Pero pronto los dolores y las incomodidades desaparecieron cuando la cánula logró descender por un túnel de los más anchos que viera hasta el momento. La cofia fue arremetiendo contra un enjambre de hormigas que trataban de impedirle el paso y se trepaban a la superficie de la cánula con tenazas y arpones estériles. Hacia algún sitio neurálgico estaba llegando, y lo percibió en el cuchicheo de miles de hormigas que estarían transitando la torre a lo alto y a lo ancho de su estructura interna y en ese extraño olor que se desprendía de los laberintos, un olor inedentificable dentro de los olores conocidos, pero que comenzó a suponer como el de un tipo de feromona en estado de emergencia. Quizá fuese el primer hombre en percibirlo, suave al principio, pero con la capacidad de atravesar el visor de aerifico y meterse en su indumento y acariciarle las narices hasta las primeras regiones del cerebro. Se reconoció excitado, los dedos tensos manipulando la cánula que a veces se desplazaba por un túnel secundario como si tuviese vida propia, debiendo retrocedería unos centímetros para continuar por aquella otra galería, por momentos de pendiente leve para luego caer en vértigos de cascada. La cofia empezó a atascarse con mayor frecuencia, como si se negase a continuar, percibiendo un peligro invisible para Hashi Kido a pesar de la actividad enardecida de las hormigas, raspando, bloqueando, atenazando, encegueciéndola, por lo que le resultaba complicado manipularla y dirigirla en el camino correcto, pero algo era evidente: no debía de estar muy lejos de la cámara nupcial, de la reina gigantesca derramando su enjambre de huevos inmediatamente recogidos por las obreras, los dedos la tensión los músculos el rostro abrillantado a pesar del fresco de la noche, el sudor ardiéndole la mirada, deseaba presenciarlo, una visión única dentro de un hormiguero de estas características, se había preparado años para ese instante, observarla, filmarla en plena fecundación y descendencia, prolongando la vida milenaria de la colonia, un eslabón más en esa cadena que se sucedía desde el fondo de los siglos. Las hormigas emergían no sólo por el túnel de ingreso de la cánula sino por una multitud de otras cavidades, la torre un monstruo herido exudando sangre, sangre roja, sangre de miles de criaturas que lo atacaban al mismo tiempo, respondiendo a la orden unísona de sus generales, todo un ejército que ahora le cubría el traje protector, que le enceguecía el visor de acrílico por el que debía pasar la mano para retirarlo a modo de limpiaparabrisas, sabía que se hallaba cubierto, que él mismo, Hashi Kido de la universidad de Kobe, era un monstruo que se movía con lentitud, con la pereza de las cavernas que lo abandonaban a la luz de la luna, con la torpeza de un animal en extinción. Las hormigas también atacaban el trípode convertido en otra criatura prehistórica, la pantalla de visualización que iba revelando la arremetida del extremo de la cánula con su ojo lumínico, su único ojo de cíclope que de pronto hizo contacto con una superficie terrosa, una sustancia que en nada se parecía a las paredes compactas de la fortaleza, la cofia hasta podía penetrar blandamente en ella, desgranarla, acaso greda, arcilla, corpúsculos de roca, piedrecillas blancas, filamentos de viejas raíces. Era el subsuelo, el subsuelo del suelo que Hashi Kido estaba pisando, el suelo subterráneo del vivaque que ahora se alzaba como una burla, una carcajada gigantesca que lo había llevado por ese corredor falso hasta las afueras de la torre, de esas paredes compactas de argamasa que se hundían bajo la superficie, quizá a unos escasos centímetros, desviando la invasión de aquel gusano de coraza impenetrable por otro laberinto hacia un exterior de terracota, lejos del trono, del núcleo de palacio, de la cámara monárquica tan codiciada, tan distante, tan perdida. Lo habían engañado, lo habían estado engañando todo el tiempo, hasta el ataque masivo era una mentira para distraerlo, para hacerle creer una cosa cuando en realidad otra. Lo estaban conduciendo al extremo de quebrar su espíritu de hombre de ciencia y desear la alteración del orden del objeto investigado con el empleo de un punzón y de una maza que penetrara la base del vivaque por procedimientos que nada tenían de científico. Era el renunciamiento, la derrota, la mayor frustración de su vida cuando de inmediato ese dolor punzante, ardiente, en la pantorrilla. El mismo instinto le hizo abandonar la cánula y golpear con toda su fuerza hasta sentir que aquello se partía, se desintegraba. Por dónde pudo entrar, era imposible adivinarlo siquiera, pero si una hormiga había logrado trasponer la protección de un traje inexpugnable, otras podían hacerlo, por lo que decidió que era el momento de retirar la cánula y abandonar el lugar con todo el equipo.
Esa noche Hashi Kido todo lo que pudo hacer fue dar vueltas en la cama. Cuando concluyó que le sería imposible conciliar el sueño y que lo mejor era levantarse, se calentó un resto de café que había quedado en el jarro, y lo hizo sin encender luz alguna, acechando su propia presencia fantasmal dentro de la caseta que el servicio de guardaparque le había cedido como base de operaciones. Las únicas luces eran tan espectrales como él, la llama azul de la garrafa que dejó encendida, el desvelo metálico de la luna en menguante que entraba por la ventana y se derramaba sobre la mesada y el frasco con la hormiga. Tomó el frasco y lo elevó al velo sutil de la noche. La hormiga se movió, tal vez sorprendida, pero de inmediato se recompuso y volvió a adquirir su posición petrificada de patas abiertas y cuerpo rígido. Hashi Kido adivinó que era una teatralización, una toma de posiciones respecto de él. Las antenas estaban anormalmente separadas una de otra y el aguijón se sostenía erguido, en estado de resistencia. Las hormigas eran capaces de sobrevivir hasta tres semanas en estas condiciones. Todavía no había decidido la actividad para el día siguiente, pero algo le decía que posiblemente volviera a repetir la incursión nocturna. Por el mosquitero de la ventana, apenas si entraba una brisa. La puerta siempre debía permanecer cerrada por las arañas, las víboras y los alacranes, pero la dejó abierta al salir y detenerse en el sobrepiso. Sólo dos escalones pequeños lo separaban del suelo de tierra. Allí pudo respirar mejor, el aire vegetal, el batifondo de bichos insomnes que le llegaba desde la nocturnidad, la relación con ese espacio cósmico que le venía de las alturas. Se preguntó qué haría si le fuera imposible llegar a la reina, algo que ni siquiera había previsto, a pesar del conocimiento de las dificultades. ¿Se iría a Nairobi y de allí al Japón mascullando masticando triturando su fracaso? ¿Le estaba dando más importancia a su reputación personal que al esplendor de la ciencia pura? Hashi Kido sorbió el último trago de café. El cielo fue atravesado por una estrella fugaz. En otra oportunidad lo hubiese asociado a un buen augurio. Ahora todo aquello le parecía una burda escena cinematográfica.
Thomas volvió a visitarlo aquella tarde para proponerle la ayuda de un asistente que el propio servicio de guardaparque había aprobado. No supo bien por qué le dijo que no, que no lo precisaba. Alguna relación había entre esta investigación y su soledad, como si se tratase de un trabajo artístico y el artista debiera estar solo, sólo él y su creación, y toda compañía le fuese un estorbo. Thomas le pidió que hiciese lo posible por mantenerse comunicado, sobre todo en las horas nocturnas donde la sabana es aún más peligrosa por la actividad de los predadores, que emplease el radio y lo tuviese al tanto, y Hashi Kido le prometió que así lo haría sabiendo que no iba a cumplirlo.
Había realizado el recorrido varias veces entre la caseta y la torre del hormiguero, pero se trataba de la primera que acudía en noche cerrada y los faros del jeep fueron penetrando las tinieblas con una perplejidad que lo introducía en territorio desconocido, en una dimensión que lo alejaba grandes distancias de todo lo que iba quedando atrás. Cuando los faros iluminaron la torre, ésta parecía elevarse como una Babel misteriosa, sin reconocerse dónde terminaba en realidad, clavándose en un firmamento saturado de luminarias. Un resto de luna apenas daba sus primeros pasos y parecía irse desangrando mientras se asomaba detrás de los arbustos. Cuando Hashi Kido terminó de colocarse el equipo de protección, apagó los faros. Al acomodarse el artefacto de visión nocturna, el espacio se hizo taciturno, de un azul opaco, como invadido por partículas de ceniza. Al igual que otras veces, la primera luz de la cánula lo encegueció, pero el efecto fue desapareciendo en la medida que penetraba el interior del hormiguero. Por extraño que pareciese, ninguna hormiga le salió al encuentro ni se trepó a la cánula ni bordeó las paredes de los túneles ni hubo reacción de alarma ni tampoco percibió el cuchicheo de desplazamientos en masa ni de insectos alborotados. Había un gran silencio y una gran quietud dentro de la fortaleza, como si las hormigas se mantuviesen escondidas y agazapadas. Era posible que fuese otra de sus fantasías, pero ni siquiera a las fantasías hay que descuidarlas y empezó a imaginar que lo estaban esperando, que habían tomado una resolución, quizá una táctica bélica que pudiera sorprenderlo. La cánula con su cofia lumínica seguía penetrando por el laberinto de galerías cada vez más intrincadas y tortuosas, y se preguntó si las hormigas habrían cambiado la arquitectura interna del vivaque con el fin de desconcertarlo. El silencio de adentro era el silencio de afuera. Las hormigas dominarían el lugar en un radio de varios cientos de metros, desde el momento que ningún otro animal, ni siquiera los de gran porte, se atrevían en los alrededores. Resultaba evidente que la fortaleza era inexpugnable y la fuerza militar de millones de individuos mantenía alejada al resto de las especies. La cánula siguió avanzando sin resistencia y quizá sin destino, por más que en varios tramos logró descender hacia lo que se suponía era el núcleo bajo tierra, donde podría hallarse la tan preciada cámara de la reina. Sin embargo esa ausencia, la afonía, los túneles desiertos, lo inquietaban y lo confundían. Muchos corredores eran ciegos, terminaban sin salida y obligaban a sus dedos a intensificar los procedimientos direccionales y a la cánula a retomar caminos cada vez más dudosos y enmarañados. Luego de poco menos de una hora, comenzó a percibir no sólo que los recorridos estaban bloqueados y que se mantenían aquellos accesos que no conducían a ninguna parte sino, lo más inquietante, que el vivaque se hallaba desierto, evacuado, definitivamente deshabitado. Fue entonces que recorrió la totalidad de la circunferencia de la torre, hasta descubrir unas pocas hormigas, quizá un resabio o soldados que habían quedado para custodiarla. La línea de hormigas se extendía por un sendero estrecho que se encaminaba al monte. Decidió seguirlo para cerciorarse de en dónde terminaba aquello o hasta dónde continuaba o hacia dónde se dirigía. Para su sorpresa, el sendero se fue ensanchando y la cantidad de hormigas fue en aumento. Cuando entró en la periferia del monte, el caudal de hormigas empezaba a parecerse a las proporciones que descubriera la primera vez, miles y miles que iban y regresaban por una autopista caótica y frenética, pero en esta oportunidad resultaba fácil advertir que las hormigas caminaban en un solo sentido, lo que no impedía que en apariencia se tropezasen unas con otras, las ligeras pasando por sobre el cuerpo de las rezagadas. Un olor intensamente ligero se fue apoderando del espacio, pero a Hashi Kido le fue fácil adivinar que no se trataba de feromonas sino de un cuerpo en descomposición. Sus pies crujieron en quebraderos de ramas pequeñas, de pasturas y de hojarasca, pero nada de eso parecía llamar la atención de las hormigas, que seguían internándose en la espesura del monte. Las hormigas y el olor lo fueron conduciendo hacia los restos de una cebra despedazada, con jirones de cuero desintegrándose por todo el cuerpo, salvo la cabeza, que conservaba la exhalación de la boca abierta, la exposición de la dentadura y el estupor de los ojos muertos. Sin embargo, las hormigas hacían un desvío de aquel cuerpo como si no fuese más que un estorbo en su camino y se hundían en la noche espesa desde una locura unidireccional que evadía toda explicación. A Hashi Kido el ramaje de los arbustos y de la arboleda caótica le iban raspando el traje protector cada vez con mayor agresividad e impedimento para seguir caminando sin tropiezos. Pero súbitamente se hizo un claro y temió hallarse ante una ciénaga o un pantano disimulado por los pastos. Fue pisando con precaución hasta comprobar que se trataba de terreno sólido. Cuando levantó la vista, un espectáculo fascinante y aterrador lo sorprendió y quedó petrificado en el sitio. Un enjambre de millones de hormigas ocupaba el área, en apariencia obedeciendo una órbita espiralada que concluía de manera inevitable en un núcleo centro del universo. De inmediato el instinto le hizo dirigirse hacia allí, siendo atacado por millares de guerreras que persistían con la intención de cegarlo cubriéndole el visor de aerifico. Nada más parecido a una lluvia torrencial y no bien pasaba el brazo para despejar la mirada, de inmediato nuevas guerreras ocupaban el lugar de las anteriores. Incluso llegaba a sentir el peso de las hormigas sobre la cabeza y los hombros, en las piernas, en la imposibilidad de dejar caer los brazos por la cantidad acumulada en las axilas. Sus pasos crujientes lo fueron acercando al ojo de tormenta y cuando estuvo casi en el sitio fue que la vio, la forma de una larva enorme y blancuzca que relucía con todo su esplendor ante el dispositivo fotosensible que rescataba la luz de la noche, que resplandecía la oscuridad y que era capaz de descubrir los secretos más escondidos entre las sombras. La reina era transportada ahora por un número indeterminado de obreras, quizá las más próximas a su servicio, las elegidas, las privilegiadas de palacio, a la mayor velocidad que les era posible. No le fue fácil seguirlas y temía perderlas de vista. Las guerreras ponían en su camino todos los obstáculos posibles, encegueciéndolo, provocando su caída en tres ocasiones, pero una y otra vez lograba levantarse y seguir a la reina con lo que quedaba de su mirada, apartando con el brazo incansable la incansable furia de las hormigas, confesándose que la colonia entera lo reconocía, que en definitiva el miedo por su reina ante ese animal erguido capaz de introducir su lengua por el más tortuoso laberinto de galerías y pasadizos, inmune a las picaduras de sus aguijones y a la mordacidad de sus tenazas, había decidido la evacuación de la fortaleza y el éxodo, transportando la reina a la seguridad de quién sabe dónde. Tal vez las obreras habían logrado levantar una nueva torre en el interior de aquel monte cada vez más profundo y selvático, pero era improbable que lo hubiesen conseguido en tan poco tiempo, aunque cualquier cosa podía esperarse de ellas. El abandono del claro, la densidad del follaje, la cada vez más cerrada espesura del monte, iban estrechando la capacidad fotosensible del visor. Todavía le era posible seguir el trayecto de la reina transportada por las obreras, pero la óptica se iba oscureciendo en la medida que se internaban en el monte. Era él solo, Hashi Kido de la universidad de Kobe, el único testigo de todo ese prodigio: no tenía consigo ninguna filmadora para registrarlo, ningún elemento de probación. Sería simplemente su palabra, su triste anecdótica palabra, un cuento fantástico, una leyenda de laboratorio, creíble o increíble, y tal vez fue en ese instante que se produjo la resolución sobre ese doble pecado mortal porque quien mata una vez está autorizado a repetir el crimen y entonces se inclinó y tomó la larva con la máxima precaución de sus dedos, a modo de pala escavadora, sin agarrarla, sin la posibilidad de hacerle daño, algunas hormigas enloquecidas se aferraron a su reina, la ampararon con la fragilidad de sus cuerpos y le costó que se desprendiesen de ella. La larva, torpe, por completo indefensa, sin siquiera poder desplazarse como el más rústico de los gusanos, rodó varias veces sobre la palma del traje protector, hasta que Hashi Kido fue cerrando la mano como si envolviese la joya más preciada, pegó la vuelta con la conciencia de la culpa y el alma estremecida y corrió lo mejor que pudo hacia el jeep llevando consigo el cuchicheo demencial de las hormigas y ese olor a feromonas dolientes metiéndosele por el socavón de sus narices, hasta llegar al jeep. Allí puso a la reina en un frasco de vidrio opaco, un frasco de mermelada, se sacó de encima las hormigas que todavía seguían prendidas al traje protector con un repelente de gas similar al matafuegos y rápidamente recogió el equipo que se hallaba junto a la torre. Los faros del jeep fueron una herida abierta en el organismo de la noche, los ojos de un monstruo devorándose la atmósfera y el tiempo.
Apenas llegó a la caseta, puso a la reina en una bandeja con superficie de arena y tierra húmeda y la iluminó con la llama mínima de un farol. Así Hashi Kido permaneció observándola por un buen rato, filmándola desde todos los ángulos, fotografiándola mientras terminaba de despedir la gran cantidad de huevos que todavía latían en su interior. La reina larva, obesa, con su cabeza deforme, sus patitas inútiles y tal vez atrofiadas, vivía desde una vida doble, la suya propia y la de los huevos que se movían bajo la piel y que parecían ocupar la casi totalidad de aquel cuerpo hecho de una lámina delgada y viscosa, y acaso así fuese en realidad, con su aparato digestivo arrinconado por las crías, sus ganglios supervivientes al servicio de la especie. La reina, en la medida que se iba vaciando de los últimos huevos, se consumía y parecía volverse quebradiza y descartable, como el capullo de una crisálida a poco de ser abandonado. Los huevos iban quedando allí, un montículo extraño ya sin relación con la naturaleza, brillantes e indefensos, sin otra función que la de morir. No serían transportados por las obreras a cámaras especiales ni atendidos hasta su transformación en nuevas criaturas sobre la tierra. El entusiasmo y la consternación del espectáculo estaban más allá de su agotamiento, de ese temblor interno que empezaba a invadirlo desde las raíces y que Hashi Kido sabía que en poco tiempo se transformaría en calentura, en una ola de fiebre que duraría toda la noche y gran parte del día, del dolor en las articulaciones, las rodillas, los codos, los tendones del pie. Apenas si pudo pensar en la cajonera donde se encontraba la medicación, aún no tenía lugar para otra cosa que la reina moribunda, que ese último derrame de huevos exhaustos. Cuando sintió que ya no podía sostenerse en pie, se dejó caer sobre el catre sin siquiera desprenderse de los zapatos. Escuchó, como a lo lejos, el radio de Thomas para interrogar en hora tan desafortunada si todo andaba bien, y no tuvo fuerzas para levantarse y responder a ese patemalimo con que Thomas se había tomado la licencia de ampararlo. Sin embargo no podía dormirse, manteniéndose en un estado de duermevela, de una placidez de fiebre entre la vigilia y el sueño, con los brazos que le temblaban de una manera exagerada. Los dejaba hacer, no los acurrucaba contra el peso de su cuerpo, y no era posible reconocer si por momentos dormitaba, si regresaba a aquella atmósfera brumosa de la caseta como parte de un sueño, sus paredes descoloridas, los estantes donde se hallaban latas de conserva, tarros de galletas, un trapo engrasado y equipos de filmación. Todo en realidad era irrealidad, todo encajaba dentro de un sueño, el hormiguero, el jeep aguardándolo bajo la acacia, la noche, las tardes calcinadas, la reina madre, Thomas, la violación de su espíritu de ciencia alterando la naturaleza, la primera luz del día, el cuchicheo de las hormigas raspando contra las paredes exteriores de la caseta, contra la tierra y los pastos próximos, ese olor a feromonas que suavemente alcanzaba el aire de su respiración, algunas hormigas que merodeaban por la superficie del mosquitero, todo un gran sueño de fiebre, de dolor en las articulaciones, apenas si podía moverse, estirar las piernas, fregarse los brazos, ese pinchazo de aguja incandescente en la piel de la cintura que desplazó de un manotazo, ¿por dónde pudo entrar?, algún hueco, alguna grieta de madera podrida, y si ése individuo había logrado filtrarse dentro de la caseta, otros podrían haberlo hecho por el mismo lugar y le bastó enderezarse sobre el catre para descubrirse cubierto de hormigas. El cuerpo de Hashi Kido se olvidó de los dolores en las articulaciones, de la fiebre, y con la velocidad de la supervivencia se puso de pie, se revolvió los cabellos, había varias allí que no terminaban de desprenderse aferradas a los pelos, sacudió los hombros, las piernas, pataleó en el suelo con toda la fuerza de los botines, se pasó las manos por el sudor de la espalda, pero todo su cuerpo empezaba a ser un hervidero de tenazas y aguijones, corrió a la puerta, consiguió abrirla con la intención de salir de allí hacia la celeridad que le diesen los pies, a la carrera del vértigo, pero fue el peor escenario que viera nunca, el entorno completo poblado por millones de hormigas hasta donde daba la vista, el jeep, una escultura viviente con forma de vehículo pero cubierto de un enjambre rojo, y tal vez fuese aquella su última visión de las afueras porque retrocedió de espaladas hacia el interior de la caseta hasta que el cuchicheo fue remplazado durante unos segundos, sólo durante unos breves segundos, por el único grito desgarrado que se escuchara en aquel amanecer.

 


Zelmar Acevedo Diaz nació en Buenos Aires en 1951. Premio Casa de las Américas de novela (La Habana, 1999); Faja de Honor de la SADE (Córdoba, 2001); premio Manuel Llano de cuentos (Consejería de Cultura del Gobierno de Cantabria, Santander, 2001); premio Ediciones Ruinas Circulares (cuento, Buenos Aires, 2013); Reconocimiento especial en el Premio Nacional de Literatura (cuento y/o relato, Buenos Aires, 2014). Libros publicados. Novela: La dama de cristal, El piano de Chopin. Cuento: Historias secretas, El tiempo a la deriva, El desertor y otros cuentos, Bajo el sello Ediciones Ruinas Circulares; El signo entre las sábanas, Desde un cielo gris, Días de exilio, Agitado camino hacia la medianoche, Tules y sombras.
Falleció el 10 de noviembre de 2021.

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