Geografía de la metáfora

Por José Edmundo Clemente

No podrás ver el cielo si
pintas los cristales de azul.
Alan W. Watts

 

Temo haber insistido demasiado en escritos anteriores sobre la naturaleza mágica y evanescente de la metáfora para delimitar ahora con celo nacionalista sus fronteras literarias. Prevengo que no se trata de simple contradicción ni de negligencia intencionada. Los límites aquí propuestos serán igualmente evasivos y espectrales. Geografía de alrededores imaginarios, con amplias medianeras teóricas y supuestas. Invisibles como la hipótesis, aunque de resultados igualmente demostrables. Como la hipótesis. Tal vez ello tranquilice muy poco a lectores exigentes. Un mapa de bordes metafísicos obliga a seguirlo con cautela a fin de no quedar fuera del plano protagónico. La integridad de la metáfora peligra cuando creemos encontrarla en todas las cosas, cuando estamos muy confiados de ella. O cuando exageramos nuestra imaginación hasta convertirnos nosotros mismos en un margen aún más irreal de esa total irrealidad.

El acercamiento a la metáfora será necesariamente turístico. Pasajero. Nadie puede habitarla de manera cotidiana. Apenas si alcanzamos a contemplarla a la distancia. O de paso. Con la nerviosa urgencia de la felicidad. De ahí que resultará atinado valerse de una guía manual alertadora de sinonimias que tienden a mezclarse con su generosa periferia. Distinguir extremos entre simbolismo y metáfora, por citar una de las toponimias más frecuentes y confianzudas, parecerá ocupación de especialistas ociosos. Los detalles siempre peligran de caer en prurito académico. Sin embargo, sólo los detalles dan fineza y nitidez a las diferencias. Creo que una oportuna digresión sobre estos famosos y controvertidos tropos literarios servirá de postal introductora a mi ensayo -las postales son la digresión del paisaje- y facilitará el manejo de las balizas retóricas utilizadas en el cambiante recorrido que nos espera.

 

Símbolo y Metáfora

El simbolismo goza de buena tradición artística y, a su vez, se nutre de tradiciones. Fundamentalmente. Recordemos que su lejana etimología cuenta que viene de symbolon: reencuentro de las partes de una moneda cortada adrede para confirmar, después, la correcta identidad de su poseedor. Contraseña. Por tanto, su interpretación requiere antecedente; pasado. El león simboliza a la realeza, por el conocido prestigio suyo entre los animales de la selva; la frutal granada, a la fecundidad, por sus abundantes y palpitantes semillas nutricias; la paloma, a la Paz, por el feliz retorno al Arca bíblica con la rama de olivo.

En particular, el lenguaje de las religiones es pro-clivemente simbólico. La revelación divina implica ya un antecedente que, en ocasiones recurre al testimonio humano para mayor claridad. “Yo soy el Alfa y la Omega; el Principio y el Fin”, exclama el Hijo de Dios en el profético Apocalipsis, aludiendo a las dos puntas del alfabeto griego, las cuales, por buscada coincidencia, dibujan la forma del compás hacedor del arquitecto y la postrer nostalgia de la lámpara votiva. Simbología ritual. Siempre ademán exterior. Cada una de las tres partes de la Divina Comedia contiene treinta y tres cantos, por los años terrenos de Cristo y por ser el número tres de vieja prosapia cabalística; también, síntesis trina del cristianismo. Con el prólogo, Dante suma los cien cantos; cantidad redonda y múltiplo de diez. Símbolo pitagórico de la perfección.

En nuestro Martín Fierro la simbología es igualmente estructural. Los trece primeros cantos del poema, cifra atávicamente supersticiosa y fatídica, refieren las penurias y avatares del protagonista. Leva a la frontera, malos tratos, rebeldía y abandono del cantón a los tres años, al haberse excedido el plazo de seis meses dado por el juez de paz, y sin miras a ningún final. Pérdida “de hijos, hacienda y mujer”, al regreso; infortunada muerte del Moreno y del gaucho provocador; encuentro con la partida policial y desesperado refugio en tierra de indios, donde morirá el amigo Cruz. Pocos males quedan para lamentar en este “telar de desdichas”, agregaría Lugones.

Inversamente, en los treinta y tres cantos de La Vuelta, “la mesma edad de Cristo”, asistimos al venturoso reencuentro de un padre con dos de sus hijos y el de Cruz. Conocemos entonces el relato del exilio, siempre menos duro cuando es transcurrido; las trapaladas del Viejo Vizcacha, las festivas aventuras de Picardía, así como también al cosmogónico contrapunto de Fierro con el hermano del Moreno muerto, para recibir, finalmente, los memorables consejos, “no para mal de ninguno”. Sin rencor, con fe en su gente; en su pueblo. Resurrección evangélica.

La metáfora, en cambio, no requiere credenciales; ella es su propio principio. Invención original. Aludida mediante señales oblicuas o veladas, debemos recrearla con nuestra imaginación a fin de lograr la plenitud sugerida por el autor. A mayor esfuerzo, mayor será la intimidad de la conquista. Vértice de afinidades disímiles; esquina gramatical. Palabras de energía autónoma como “sombra” y “lúcida”, de precisa oposición significativa, juntas, ponen en circuito la abierta metáfora “sombra lúcida”, equivalente a “fama”, esa estela intelectual que continúa brillando en el tiempo a través de la obra literaria, artística o filosófica. Posteridad de sombras iluminadas.

Un modelo menos complejo de metáfora, sería “flor joven”, por un “perfume fresco”; o algo más simple todavía, “puño de hierro”, por “fortaleza”, donde el adverbio de modo “como” oficia de nexo comparativo tácito. Pronto volveré a ocuparme de este comodín estilístico. Otras metáforas más audaces arrancan del impulso de una sola ribera; la faltante, corre por nuestra fábrica exclusiva. Justamente, en el Martín Fierro, la metáfora plena comienza después de la épica narrada; más-allá del texto impreso.

La epopeya hernandiana, recordemos, concluye con la separación de Fierro y los muchachos, quienes, luego de cambiar en secreto sus nombres, se alejan “a los cuatro vientos”, hasta desaparecer en la comba azulada de la pampa, convertida así en la protagonista final del poema. Del lado de aquí, quedamos nosotros, sus lectores, con el legado del mensaje patriótico en el corazón; compelidos moralmente al dramático compromiso de armar un país de mayor comprensión social. Que es la vocación entera del libro. Al cerrar sus páginas, la inercia temática impulsa a “entre-ver” a los caminantes reapareciendo en el redondel de la llanura, no de espaldas, yéndose, sino de frente, bajando. Viniendo hacia nosotros, tomando nuestra estatura y nuestro rostro. Y nuestros nombres. Porque, ellos, ahora somos nosotros.

No quisiera que el lector fincara su confianza en quimeras personales. Semejante interpretación metafórica del Martín Fierro fue prefigurada, aludida, por el propio Hernández: “Y guarden estas palabras/ que les digo al terminar-/ en mi obra he de continuar/ hasta dársela concluida-/ si el ingenio o si la vida/ no me llegan a faltar” (II,4865). Versos todavía poco advertidos por los minuciosos de la sociología. Ni vida ni ingenio le faltaron. En l872 publica El gaucho Martín Fierro; en l879, La vuelta de Martín Fierro; en 1886, muere en su quinta de Belgrano, luego de una intensa labor política y administrativa. Siete y siete, iguales entre las partes del poema y de su muerte. Tiempo, tuvo; lucidez, igual; ¿por qué, entonces, no compuso la Tercera parte prometida?, no obstante alardear: “Todavía me quedan rollos/ por si se ofrece dar lazo”. ¿Seremos nosotros los ocupantes visionados para esas páginas ausentes? La metáfora sería la respuesta al misterio.

 

Cota I

La metáfora es siempre una respuesta al misterio. Como esos viejos augures que leían el vuelo de las aves, deberemos atender los fugaces ademanes de cada rumbo, y de los vientos contrarios que favorecen el despegue. Positividad de los opuestos; la afirmación se vale a menudo de elementos negadores. Contraria contrariis curantur. La confrontación de la metáfora con el simbolismo fue una demostración de tales connivencias divergentes. Otras, mostrarán una vecindad de mayor cordialidad. Similia similibus. De ahí la justificación de una cartografía prolija de “simpatías y diferencias”. Solamente avanzando tenemos noción de la distancia.

 

Metonimia, Sinécdoque, Antonomasia

Al desplegar nuestra carta de viaje encontraremos pronto el apacible delta de la metonimia-sinécdoque-antonomasia, comunicados entre sí por canales arbolados y rías estrechas. Regiones aledañas de la metáfora frecuentemente visitadas por escritores y oradores, a veces con fruición dominguera y festiva. La autoridad académica del idioma define a la metonimia como “tropo que consiste en designar una cosa con el nombre de otra, tomando el efecto por la causa o viceversa; el autor por sus obras; el signo por el significado”. Traslaciones lingüísticas similares a esas entretenidas prestidigitaciones de salón a la vista de todos. Basadas, no en pensadas analogías como la metáfora -ya lo veremos- sino en consecuencias aritméticas de escamoteo o resta. Así, tendríamos, en efecto por causa, “poema nacional”, por Martín Fierro; en su viceversa, causa por efecto, “10 de noviembre”, nacimiento de José Hernández, por “Día de la tradición”; en el autor por su obra, “leer a Hernández”, por “leer su poema”; finalmente, en el signo por el significado, “la guitarra”, por el “canto”. Desde luego estos ejemplos no pertenecen al diccionario académico.

En la vecina sinécdoque continúa el clima de transferencia lingüística, pero con austera economía verbal, al “suplantar el todo con una de sus partes; el género, con el de una especie, o una cosa con el de la materia de que está formada”, según el enunciado rector de la lengua. Pasemos al terreno práctico; un mapa adquiere mejor relieve con las indicaciones viales de la ruta. En la pars pro toto, tenemos “biblia gaucha” por la secuencia parcial de los consejos de Fierro a sus hijos (“No se ha de llover el rancho/ en donde este libro esté”), sobrentendiendo con ello al poema íntegro. En el canje del género con el de una especie: “ Sin duda a buscar el pan/ que no podía darle yo”, por el alimento en general. En el de una cosa con la materia de que está formada “A mí no me gusta andar/ con la lata en la cintura”; despectivo de “espada”.

La proclive brevedad de la sinécdoque se hace filosa en la vecina antonomasia. Síntesis nominativa. “Sinécdoque que consiste en poner el nombre apelativo por el propio, o el propio por el apelativo” (Ac.). De acuerdo con ella, “gaucho” valdría por el nombre completo del protagonista de nuestro poema monitor y, de la misma manera, a la inversa, “Martín Fierro” nominaría en redondo a todos los gauchos.

 

Cota II

Antes de continuar mi cabotaje hacia la promisoria metáfora, aviso que las ilustraciones visitadas – y las venideras- constituyen simples taxonomías del movimiento poético. Mera clasificación escolar. Lupa de gabinete. Nunca taxidermia aquietada en la dársena de una vitrina. La creación literaria excede, por suerte, la franja cómoda de una definición. Si algunos ejemplos fueron colocados -o lo serán- más abajo o al costado de la longitud y latitud astral de la metáfora, ello nada indicó -ni indicará- valoración estética; jamás cuestionada aquí. A fin de evitar suspicacias axiológicas, utilizo siempre modelos de un mismo autor, José Hernández, cuya obra representativa abarca el espectro íntegro de la preceptiva literaria y cuya recurrencia en mi ensayo tiene carácter de homenaje al poema que en una oportunidad he llamado Nuestra metáfora nacional (La Nación; septiembre l9 de 1971)

 

Simbolismo

A riesgo de tautología semántica, volveré al inevitable y polémico simbolismo. La redundancia es apelación de la claridad expositiva. Quiero referirme a uno de los símbolos más frecuentes de la cultura universal; a la temida y repugnante serpiente. Legendario reptil que indujera a muchos pueblos a una particular devoción fetichista, debido a la cíclica mudanza de su piel. Señal inequívoca de probada supervivencia. Nuestro personaje hace su entrada triunfal en la épica sumeria de Gilgamés, con el propósito de robar al héroe de la fábula la Verde Rama de la inmortalidad, avariciosa de su hegemonía vitalicia; luego, en el Génesis, reaparece muy oronda y nos defenestra a los hijos de Eva del lánguido Paraíso eternal. En Egipto, simula protección religiosa a un pueblo vocacionalmente creyente y rodea la corona faraónica como supremo atributo de potencia terrenal. Pero su ambición nunca descansa; también se enrosca musicalmente a la pirámide de Sakkara y luego repite esa danza contorsionada en la hermosa pirámide de Quetzalcoatl, de México. Esta vez, emplumada y dispuesta a reptar libremente sobre las altas nubes, como si nada hubiera pasado con el anatema bíblico. Ya en Grecia, la ureus del Nilo se desliza matriarcalmente por los zigzagueantes laberintos de la ornamentación decorativa de la cerámica nacional, hasta “pitonisarse” en el culto de Apolo délfico y servir de emblema heráldico al divino Asclepios -Esculapio latino-, dios de la salud y de la buena vida, a quien Sócrates dedicara su postrer gratitud en el dramático Fedón.

Las actividades del infatigable ofidio continúan innumerables. Distintivo profesional, en la farmacopea clásica; protección y maldición, para los judíos del Exodo; demonio traicionero e incitador, para los cristianos; corriente secreta surcando el fondo de la tierra -wuira- para los alquimistas medievales; obsesión fálica -¡cuando no!-, para los psicoanalistas. Eternidad claustrada, vida fluyente, cobra Real, áspid rencoroso, energía ondulante, la mítica Apofis vivorotea entre temores, prejuicios y alabanzas, escapándose siempre cuando intentamos retener su cuerpo huidizo, viscoso, húmedo y cambiante. Como un símbolo fatalista de la realidad.

A pesar del variado testimonio dejado por la seductora consejera del Pecado Original, resulta atinado separar el simbolismo etimológico de la escuela francesa así llamada. Baudelaire, Mallarmé, Rimbaud, Verlaine, Valéry, prohijaron o prestigiaron este movimiento estético finisecular, caracterizado por la esfumada alusión metafórica de intimidades personales. La culpa del forzamiento etimológico la tuvo Baudelaire al predicar: “La Nature est un temple où de vivants piliers/ laissent parfois sortir de confuses paroles;/ l’homme y passe à travers des forèts de symboles/ qui l’observent avec des regardes familiers” (Correspondances). ¿Bosques de símbolos…? ¿Símbolos por signos? Las palabras quedan expuestas a la presión de las intenciones. Ellas mismas son exponentes de símbolos fonéticos convencionales. De ahí que, cuando hablemos de simbolismo, debemos precisar si se trata del grupo francés que suavizó la dureza marmórea del parnasianismo dominante en la época hasta conseguir la sutil intimidad de un “flou” rumoroso y delicado, “comme de longe échos que de loin se confont”, completaría Baudelaire. De aquellos mismos que proclamaron el verso libre, la poesía pura y un tozudo vanguardismo a contrapelo con el fuerte cordón umbilical del simbolismo preceptivo.

 

Alegoría

La Academia dice de la alegoría que es “representación simbólica de ideas abstractas por medio de figuras, grupos o atributos”. Insisto en recurrir a la autoridad del idioma a fin de mantener coherencia conceptual en un trabajo propenso a tentadoras individualidades. Pero, si bien la alegoría puede llegar a una “representación simbólica” -me refiero siempre al símbolo etimológico- , según apunta la estimación colegiada, ella posee mayor espontaneidad metafórica que la alcanzada por el símbolo, aún en la mayor posibilidad alusiva de éste. Tudor Vianu considera a la alegoría “una variante de la metáfora”, “ya como personificación de un concepto abstracto, ya como conceptualización y personificación de una impresión concreta” (Los problemas de la metáfora). Los subrayados son míos. En las frases populares, a la naturaleza cambiante del sentimiento amoroso se la “personifica” en un niño alado; a la imparcialidad de la justicia, en una dama con los ojos vendados (la elección de una mujer, de naturaleza frágil y poco reservada, resulta sospechosa); a la siempre inalcanzable fortuna, en una rueda pronta a tomar movimiento. Estas figuras carecen de la referencia pretérita del símbolo y responden a materializaciones de ideas o presunciones colectivas, sin otro antecedente que la relación intelectual entre ideas, cosas y comportamientos.

En literatura, la alegoría vendría a ser la filigrana de agua cuyo dibujo se hace patente al trasluz de la lectura. En la rapsodia hernandiana, el sargento Cruz “personifica” a la amistad. Encargado de la patrulla policial enviada contra Fierro, al contemplar una lucha tan despareja y poco criolla, “no consciente/ que se cometa el delito/ de matar ansí a un valiente”; y se pasa al otro lado, abandonando bienestar y privilegios. Otra de las transparencias del poema, será el anhelo de justicia, por cuya vigencia clama el argumento esencial, a fin de que los “embudos leguleyos” no la mezquinen a quienes más la necesitan; justamente, los desposeídos. También la libertad figura con rasgos hondos en el perfil de los temas alegóricos. El gaucho Martín Fierro la defiende a sangre vista. Oxígeno purísimo del albedrío del hombre; respiración metafísica. “Yo hago en el trébol mi cama/y me cubren las estrellas”, completará el poeta.

No obstante haber estimado Vianu a la alegoría como “una variante de la metáfora”, vuelve para restarle ubicación definitiva por su “carácter intelectualizado, falta de riqueza interior y frialdad”, por lo que la alegoría no pasaría de ser una “metáfora fija y empobrecida” (Ib.) Rebaja que la enriquece conceptualmente. Amistad, justicia y libertad, en nuestro caso, no admitirían la mínima alteración de su “personalizada limitación”, contraria a la ancha abstracción de la metáfora. Recordémoslo cuando llegue el momento.

 

Mito

En verdad, la alegoría no colisiona tanto con el símbolo y la metáfora como con el mito. Para el eminente platonista León Robin, el antológico pasaje de la Caverna de La República sería sólo un mito; para el especialista en filosofía griega Conrado Eggers Lan, una simple alegoría. Pese a mi profunda admiración por Robin, estoy más cerca de Eggers Lan, quien avala así su opinión: “Se supone que una alegoría es inventada por el que la expone (…); en cambio, el mito tiene una tradición popular, un tanto impersonal” (El sol, la línea y la caverna). Aunque no siempre la alegoría es inventada por quien la expone, puede serlo. El mito ya es leyenda de acontecimientos ficticios y ejemplares. Paradigmáticos. Prometeo robando el oro del fuego celeste a costa de sus entrañas y el rey Midas petrificando literalmente esa corajuda aventura en el lugar común de la codicia. Por si faltaran diferencias, el mito es menos general que la alegoría. Las ideas de amistad, justicia y libertad, son geométricas; aplicables como axiomas a distintas situaciones y momentos; en la llanura, en la montaña, en América, en Oceanía; en el siglo de Homero, en la pampa de l872. Pero la acción mítica de Zeus raptando a la bella Europa y llevándola al monte Ida, trata de un incidente determinado, de un ocurrido particular. Vale el subrayado.

Ciertamente, el mito atiende a ocurridos, aunque ellos sean de evidencia remota y de autoría ignorada. Incertidumbre narrativa que la emparenta con los “costados sentenciosos” de la metáfora. Ícaro trepando hasta el borde de la claridad cenital para ojear la deslumbrante sabiduría de los dioses y luego caer maltrechamente castigado por esa tremenda insolencia. Narciso buscándose femeninamente en el espejo de una fuente hasta ahogar el rostro en su íntimo Yo. (¿Será el psicoanálisis el narcicismo del alma?). Lejos o cerca, impertinencias negadas a los mortales, desde siempre. Adán y Eva arrojados del recién inaugurado Paraíso por atreverse a tomar los frutos del árbol de la sabiduría. O del placer. ¿No es acaso la manzana un mito sexual? Afrodita vencedora de la casta Pallas Athenea y de la matronal Hera Argiva.

Por declinación temática, el mito tiende a ser epígrafe de religiones. Carácter divulgador, catequista, que requiere creencia absoluta. Transformándose de mito en verdad lisa e incuestionable. En paradójica certidumbre. La sugerente copla de San Juan de la Cruz: “Del verbo divino/ la virgen preñada/ viene de camino/ si le dais posada”, no admite vacilaciones en la credulidad católica. Esta supuesta correspondencia del mito con lo real lo separa del parentesco metafórico tangencial, por cuanto, en la metáfora, tenemos conciencia de una constitutiva irrealidad.

Cuando el mito se aleja de nuestra personal convicción dogmática recupera su índole fantasiosa. La leyenda egipcia del buey Apis engendrado por un rayo de luna, sin contacto carnal alguno, nos parece, indudablemente, eso, una leyenda; Pallas Athenea surgida limpiamente de la frente, de la mente, de Zeus, apenas un mito.

No sólo de creencias vive el mito; también, de costumbres. El folclore, ritual profano de los pueblos, tiene profundas raíces mitoides y antecede de lejos al uso de la escritura. De “oídas” -ex akoes- comenta Sócrates (Fedón; 61,d), quien no vacila en recurrir al mito como fundamento ontológico de la inmortalidad del alma, o del orgiástico nacimiento del amor, en El banquete. Eros y Tánato. Dialéctica mítica existencial.

El frondoso bosque mítico florece en populares sagas, epopeyas, romances, canciones y poemas. La Ilíada compendia la gesta de los aqueos contra Ilión por la grave afrenta del troyano Paris a la hospitalidad de Menelao, esposo de Helena; la Chanson de Roland, comenta las mentadas hazañas del conde palatino de Carlomagno en la batalla de Roncenvalles; el Cantar de Mío Cid, las aventuras del legendario Ruíz Díaz de Vivar, guerrero de hidalgo cuño español. En las letras argentinas, el Martín Fierro trasunta la mitología gauchesca del coraje gratuito peleando por tierras de nadie para que continúen siendo de otros.

 

Parábola

Mito digresional, la parábola, trata de un relato fabulado con personajes menos solemnes y más verosímiles. A diferencia del mito -siempre sustantivo, autónomo-, la parábola es adjetiva, subordinada; adiciona luz polarizada al tema central. El Buen Samaritano, el Regreso del hijo pródigo, la Higuera estéril, entre las numerosas parábolas del Nuevo Testamento (cincuenta y tres), iluminan -el término es oportuno- esa funcionalidad lateral que destaca el propósito magistral dominante en los Evangelistas.

Tampoco confundamos a la parábola con la fábula clásica. De nuevo la escala humana sirve de ecuador vertical. Los fabulistas -la fábula tiene autores- son profesionales de un vasto zoológico literario. Ventrílocuos de animales amaestrados, nunca se apartan del cómodo apólogo moral, aunque sin esforzarse por compartir lo predicado. Esopo, Fedro, La Fontaine, Iriarte y Samaniego, vivieron copiándose distraídamente entre sí. Ni los títulos descuidaron. La lección resulta poco aleccionadora. Pienso en la soberbia mezquindad de doña Hormiga cantada a voces sucesivas. Con semejante moraleja la historia del arte -de la metáfora- sería obra de andariegos irresponsables. Parábola negativa.

¿Diferencias entre fábula y parábola? Si bien ambas coin-ciden en la tentativa apologética, la fábula propiamente dicha se cierra en círculos concluidos, mientras la parábola continúa abierta en espirales participantes de un impulso dramático mayor. Dogmático o laico. Dostoievski adiciona a Los hermanos Karamasov la parábola de la mujer pecadora que pudo salvarse del fuego eterno aferrada al tallo de una cebolla y que pierde esa gracia por negarse a compartirla con otros condenados. Ni hablar del pasaje precedente donde el Gran Inquisidor de Sevilla le reprocha a Jesús su retorno al mundo de los vivos sólo para dar testimonio de su infinita caridad, de la cual la clerecía oficial ya hiciera interpretación propia. Cuestionamiento a la autoridad que desembocará en el clima de parricidio creciente en la novela del genial escritor ruso. Esta sumisión a un asunto mayor hace de la parábola una “metáfora funcional”. Adjunta.

Hernández interpola en el Martín Fierro las andanzas del viejo Vizcacha, pícaro buscón criollo de rancio abolengo quevediano, a fin de resaltar la personalidad moral del gaucho representado por Fierro, quien “siempre corta por lo duro”, sin necesidad de hacerse amigo de jueces arbitrarios para “tener palenque ande rascarse”. Deberíamos considerar seriamente la presencia de este viejo mezquino como instructiva parábola aleccionadora, en lugar de alardear de sus dichos de astucia ventajera. En efecto, pese a las múltiples prevenciones y refranes para vivir de lo que tomaban sus manos y rodeado de perros cimarrones, Vizcacha no puede eludir el desgraciado y postrer desenlace de su mano comida por los mismos perros.

 

Cota III

A medida que nos acercamos a la “metáfora city” experimentamos la sensación viajera de llegar a una gran ciudad. Las casas surgen al paso con mayor frecuencia y se aprietan gradualmente conformando cierta uniformidad edilicia. Insisto, tal relevamiento prolijo de los géneros literarios resulta exagerado y, tal vez, inútil. Y con razón. Al placer estético ninguna falta le hace aumentar la escala tropológica sólo para distinguir los nombres de las calles. Salvo que nos importe tanto la erudición como el goce de una buena lectura a fin de aprovechar mejor cada una de las partes. Como si de un rostro hermoso recorriéramos lentamente ojos, nariz, boca, mejilla… Lo cual también vale; particularmente, si queremos hablar de ello. O discutir. Pero debemos tener presente que los mapas son más fáciles de recorrer que los caminos.

Aún entre conocedores existen disentimientos sobre el trazado de límites y no faltan quienes consideran a los tropos aledaños de la metáfora meras especies de un mismo género. Pero la excesiva simplificación angosta la claridad. “Si pintamos los cristales de azul nunca veremos el cielo”, previno el poeta. Claro, la rutina tiene sus fuerzas. El camino que se hace siempre parece el más corto. Hasta Aristóteles, padre intelectual de la metáfora, llega a considerar a la imagen una metáfora menor, articulada mediante el servicial adverbio de modo “como” (Retórica; III,4). En verdad, el exceso no es del maestro sino de los traductores de eikôn, cuyo enunciado vale igual para “comparación” como para “imagen”, siendo la última acepción la menos adecuada a los propósitos aristotélicos, según lo demuestra el repertorio de ejemplos por él utilizados.

 

Imagen

Se trata de una de las palabras de pleno status del idioma. “Tener imagen” o “cuidar la imagen” es la ferviente obsesión de muchos, y uno de los términos más dilatados cuando queremos precisarlo con rigor. Representación, apariencia, figuración, simulación, golpe de vista, serían algunas de las intenciones de su extensa y parpadeante totalidad. En la estimación estética, región a la que la confinaremos de momento, la imagen es un corte rápido de la realidad, cuyo reflejo pertenece a la sensación; a la percepción sensorial. Con mecanismo y animación autónomos. Así, la puerta se abre; el árbol arroja sombra; el viento aúlla; el vendaval gime; los motores roncan; el camino va a tal sitio; los postes telefónicos pasan. Impresionismo lingüístico; sinestesia gramatical. Instantánea semántica, la imagen consiste en el resplandor de ella misma. “A la mitad del camino/ cortó limones redondos,/ y los fue tirando al agua/ hasta que la puso de oro”, romancea la colorida estampa del imaginero mayor de la poesía española.

El lenguaje se burla de la sintaxis y se pliega a la atención fugaz de los sentidos; comodidad contemplativa. En la imagen somos pasivos recipiendarios, pantalla iluminada, así como en la metáfora somos activos participantes, árbitros comparativos. Luz que busca la luz. Operación necesariamente mental. Importa la distinción. A la imagen basta sentirla; con todos los sentidos y con todas las sensaciones. Porque también hay imágenes interiores -oníricas o de atenta vigilia- que vienen de nuestra sensibilidad abismal. Expresionismo lingüístico. Tomaré de la famosa secuencia de Alturas de Machu Picchu, el verso “dentadura nevada, trueno frío”. Cenit y nadir de la poesía nerudiana. En “dentadura nevada”, el poeta logra un magnífico flash de la inmensidad blanca y compacta de la cresta andina; en “trueno frío”, la visión abismal del temporal, espejada en la aterida conciencia.

Dada su índole eminentemente sensorial, según el sentido “impresor” las imágenes serán táctiles, “El gaucho es cuero flaco/ da los tientos para el lazo”; gustativas, “Lo haremos pitar del juerte/ más bien dese por dijunto”; auditivas, “Que son campanas de palo/ las razones de los pobres”; olfativas, “Siempre es dañosa la sombra del árbol que da leche”, por las emanaciones tóxicas atribuidas a la higuera, y como advertencia intencionada a las dádivas mal habidas.

Pero la gloria de la imagen será visual; icónica. Siguiendo con el poema de Hernández, cuando, en el canto treinta y tres, los cuatro protagonistas se despiden entre ellos y avanzan separados hacia los rumbos cardinales de la distancia, nosotros los “vemos” alejarse sobre la curva de la llanura como una flor de cuatro pétalos que se abren lentamente hacia abajo en el crepúsculo de la pampa. Trébol invertido. Esperanza alerta.

 

Comparación

Estamos ya en las calles suburbanas de la metáfora. Igual que en los barrios de pisos bajos, la inventivas de la comparación son modestas y rudimentarias. Metáfora de percal. Utilización burda del adverbio “como” que induce a Carmelo Bonet a llamarla “metáfora con los hilvanes a la vista”, sin dejar de reconocer que tal facilidad “no es privilegio de la musa popular y que asoma a menudo en la página culta” (Las fuentes de la creación literaria). Menciona a Rubén Darío, Valle Inclán, Gabriel Miró y Juan Ramón Jiménez, entre los que “motearon” sus escritos con eficaces comparaciones, de las que el Martín Fierro -continúa Bonet- luce una gama feliz y pintoresca: “Sosegao vivía en mi rancho/ como pájaro en su nido”; “El indio es como la tortuga/ de duro de espichar”; “Las coplas me van brotando/ como agua de mananteal”.

Advierto a tiempo; no cualquier comparación aspira a metáfora. Más aún, la “verdadera” comparación carece de tales ambiciones. Afirmar que una mujer es bella como su hermana, nada tiene de metafórico. Trata de una simple vinculación de parecidos. Ahora, si insistimos que es bella como una rosa, la hipérbole apunta ya a metáfora. Mejor todavía, si concluimos que ella es una rosa, acotaría Hedwig Konrad (Etude sur la métaphore). La metáfora siempre es una exageración.

El análisis retórico de la comparación, hecho cerca del final de mi Geografía, obedece a que aquí empieza a funcionar el mecanismo de la analogía -semejanza- sobre el que gira el destino íntegro de la metáfora. Al punto que algunos tratadistas opinan que la metáfora es una “comparación abreviada” o una “comparación sobreentendida”. Ello había sido previsto por Aristóteles al anotar que la diferencia entre comparación -eikôn- y metáfora es pequeña. (Retórica III, 4); y lo reasegura con estos ejemplos: Cuando Homero dice “Aquiles es un león”, tenemos una comparación -eikôn-, pero cuando expresa “saltó el león”, atendiendo al sentido traslaticio de que ambos son valientes, ya es una metáfora, concluye. Llama la atención que no obstante distraerse Aristóteles con modelos similares tomados de Platón, Pericles, Demóstenes, Antítenes y otros, en los que la intención textual de comparación es dominante, sus traductores y comentadores insistan en la acepción de imagen por eikôn. Tranquiliza que Paul Ricoeur puntualice la clara valencia de eikôn por comparación. (La metáfora viva). Tal vez ello marque el comienzo de su reacomodación conceptual, acorde al pensamiento original.

A las citas magistrales de la Retórica sobre comparaciones evidentes, sumaré la hermosa sextina herdandiana que nuestro filósofo no hubiera desdeñado:

Privado de tantos bienes

y perdido en tierra ajena

parece que se encadena

el tiempo y que no pasara,

como si el sol se parara

a contemplar tanta pena.

(II,967)

 

Metáfora

La metáfora configura un territorio deslumbrante bordeado de campos abiertos y de zonas de apretada afinidad. Como un cielo de muchas puertas. Sólo nuestra afición por horizontes fértiles pudo impulsarnos a una curiosidad final. La Geografía recorrida dio testimonio panorámico de los alrededores; falta ahora andar un espacioso dintorno que tiene el tamaño de nuestra imaginación.

Los planos más antiguos de la metáfora fueron trazados por el adelantado en metafísica Aristóteles de Estagira. En el cartabón veintiuno de la Poética dibuja la distribución de los predios principales y los contornos de la Plaza Mayor. “Metáfora -proclama el acta inaugural- es la epí-phora (trans-posición, transferencia) de un nombre a una cosa distinta de la que tal nombre significa” (1457,b). Discurso parco y suficiente. La palabra fundacional había sido pronunciada. Desde entonces, epíphora tiene el carácter del rollo heráldico clavado por los conquistadores españoles al tomar posesión de tierras americanas. Hace 2500 años que ella señala la propiedad griega de la metáfora.

En la especificación inicial de los planos aristotélicos encontramos una serie de transposiciones simples que van desde el género a la especie, de la especie al género y de la especie a la especie. Sorpresas tropológicas que no pasan de un catálogo racional de “sinónimos naturales” ( ej. detenida, por anclada; innumerables, por muchos; agotar, por cortar), para distinguirlos de los “sinónimos circunstanciales” que abultan los diccionarios de consulta. Colin Murray Turbayne, menos contundente, considera a estos pases de género y especies como una suerte de sinécdoque, metonimia y catacresis, respectivamente. (El mito de la metáfora). De cualquier manera, esas formas serían marginales de la metáfora continental.

En la instancia siguiente del acto ceremonial, Aristóteles encara la conocida participación escénica de la analogía -analogon- que se convertirá en el segundo pendón fundador del territorio naciente. A fin de afincarla en la memoria del flamante pueblo, toma dos parejas de términos relacionados oblicuamente entre sí; al bebedor Dionysos con su inseparable copa y al pendenciero Ares con su funcional escudo. Numera los términos concurrentes: Dionysos, copa, Ares, escudo, y luego, con apenas cruzar el segundo con el cuarto y el cuarto con el segundo, transmuta la copa en escudo de Dionysos y, al escudo, en copa de Ares. Este eficiente “modelo de armar metáforas” resultó de gran utilidad estudiantil durante siglos. La guía analógica abarcaba tanto los avatares del Olimpo como los cotidianos: “Si la vejez es a la vida como la tarde al día, la tarde será vejez del día y, la vejez, tarde de la vida (Ib.) En la Retórica recupera una de completa audacia, tomada de Homero, quien denomina paja a la vejez, (Od. XIV, 215) “porque ambas han perdido la flor” (III,10). La metáfora pura estaba en marcha.

Pero cuidémonos de virtudes; la pureza del oro necesita aleaciones para su buen uso. Tampoco la “verdadera” transferencia comporta una metáfora. Para serlo, tiene que fingir. Si un nombre -la metáfora es la epíphora del nombre- pasara a ser enteramente otro, con pérdida de la potestad gramatical, no habrá metáfora. Aquí los vocablos transferidos deberán continuar indivisos. “Para que haya metáfora -vuelvo a Ortega, otro adelantado en casi todo- es preciso que nos demos cuenta de esa duplicidad. Usamos un nombre impro-piamente a sabiendas de que es impropio” (Las dos grandes metáforas). Esto es, a sabiendas de su adulteración; de no ser así, estaríamos ante una vulgar permuta de palabras. Ortega arrima una información adicional: “En Roma -dice- existía un templo a Juno Moneta -la que amonesta- junto al cual había una oficina de cuño. El objeto elaborado allí atrajo sobre sí el epíteto de Juno. Nadie, al usar la palabra “moneda piensa hoy en la soberbia diosa”. (Ib.).

De ahí, la relativa preponderancia de la etimología en la ponderación metafórica. Cibernética viene del griego kibernàn: timonel, gobernar. La usa Ampère en l834 para designar a una parte de la política. Actualmente apretamos mucho a cybernétique para hacerla coincidir con la memoria de las computadoras modernas. Las voces pueden derivar en significaciones de poca relación con el parentesco. Como en las mejores familias. Sin embargo, continúa vigente aquello de “toda las palabras fueron en su origen una metáfora”; sólo que el “sentido figurado” desgasta su cuño. Juno Bancaria mediante.

Hagamos un descanso activo para admirar de cerca la obra de un orfebre de la metáfora. Me refiero a las famosas Soledades de Góngora. El poema desfila por una extensa vitrina de gemas de colección. Desde la apertura sinfónica, “Era del año la estación florida” (por la previsible Primavera), al endecasílabo correlativo igualmente lúdico, “en que el mentido robador de Europa”, en alusión al incontenido Zeus-Júpiter metamorfoseado en toro para raptar a la bella hija de Agenor, Góngora va armando la cúpula musical de la metáfora, delicadamente apoyada entre dos guiones descriptivos del gran amador -“media luna las armas de su frente/ y el Sol todos los rayos de su pelo-”, por la constelación de Tauro que, en “la estación florida”, recuerda al “mentido robador” mitológico, mientras “en campos de zafiro pace estrellas”, según los versos consecuentes. Alimento estelar de los magníficos y grandioso espectáculo del Toro celeste vagando por la luminosa pradera sideral. Y ello sólo para decirnos in modo oblicuo la fecha de acción del poema, Abril, inicio, en el hemisferio Norte, de la Primavera: “calzada abriles y vestida mayos”.

El universo de la poesía tiene el lenguaje adecuado a la magia fascinante y las Soledades son usina de esa magia. Algunas metáforas, ordenadas aquí en dificultad creciente, servirán de muestrario lujoso: cítara de plumas, por aves cantoras; Libia de ondas, por desierto de olas, mar estéril; áspides volantes, por flechas envenenadas; buitres de pesares, por memoria de hechos desgraciados; y mi favorita, mariposa en cenizas desatada, por madero ardiendo a plena llama, cuyas efímeras alas de fuego abandonan presurosas la crisálida necrótica. Faltaría, aun a pesar de las tinieblas bella/ aun a pesar de las estrellas clara, inspirada en la piedra carbunclo o rubí que luce en las tinieblas y en la noche estrellada como un carbón encendido, “a despecho de la niebla fría”.

La lista no podía excluir el amaneramiento de la perí-frasis, a la que Góngora se entrega con muelle facilidad. Estos laberínticos versos describen con engolada aristocracia a unas humildes gallinas y a unos triviales gallos de granja: “…crestadas aves/ cuyo lascivo esposo vigilante/ doméstico es del Sol nuncio canoro,/ y -de coral barbado-no de oro/ ciñe, sino de púrpura, turbante”.

El mucho adorno culmina en barroquismo. Hasta los placeres tienen medida; en particular, los grandes placeres. La metáfora, además, es un placer necesario. Como el amor. La intimidad del lenguaje depende de la mesura del ademán intencional, de las palabras adecuadamente sugeridas. Sean ellas de contenido literario, filosófico o científico, donde la metáfora también es llave de entendimientos. En filosofía, obra como transparente bisturí láser que separa y clarifica las ideas sin dañarlas. Cirugía ontológica. Platón penetra hasta la delicada reminiscencia del topus nefelibal, a fin de extraer de ese recuerdo privado los secretos del conocimiento. Ningún poeta aprovechó mejor la rumorosa vitalidad de la nostalgia.

En cuanto a las ciencias, a partir del simbolismo de pizarrón de cada especialidad, ellas giran con ambiciones propias hacia definiciones absolutas; en ocasiones, de sospechosa connivencia con la ficción . Nunca estará de más repetir que la austera fórmula einsteniana E=mc2 incluye la fantasía de la materia transformada en energía con apenas acelerar el cuadrado de la velocidad de la luz. Pero, sea cual fuere el uso, la metáfora continúa dentro del patrimonio de la literatura. Pertenece a la imaginación de la palabra; a la expresión de esa imaginación.

La palabra misma es una metáfora. Señalar y entender todas las cosas, ideas y sentimientos con apenas veintinueve letras alfabéticas ya comporta una actitud metafórica. Si agregamos la transferencia de signos y fonemas a distancias verbales intencionadas, llevamos ese transporte a su plenitud viajera; a su meta phora. En las calles de Atenas los turistas descubren que las empresas de mudanzas se llaman “metáforas”, sin ninguna solemnidad; que ejercen el oficio fletero literalmente. Epíforas sobre ruedas; de carga pesada o de muebles elegantes. Siempre, traslación. Naturalmente, nunca faltan quienes desdeñan el impulso exclusivamente paseandero de la metáfora por considerarlo digresional o mera frivolidad retórica, aunque sea creativa “como la vana música del grillo”. Cuestión de sensibilidad o de inventiva. Los antiguos fabulistas hubieran tratado al inocente grillo peor que a la divertida cigarra, con la manifiesta oposición de mi amigo Nalé Roxlo. Porque un sentimiento elemental, ausente en las moralejas, impediría matar al grillo. Sería como destruir la noche o quitarle al silencio su único canto.

Los argumentos emotivos son de relativa persuasión en cuestiones intelectuales, aunque la condición reflexiva, reflectiva, especular, de la metáfora tiende a la “ abstracción sensibilizada” de los soportes semánticos propulsores a fin de trascender al estadio metafísico de su propuesta lingüística. Partida y llegada, la abstracción es la meta altiva de la metáfora; el más allá, phora, absoluto. Cumbre del castillo al que se asciende por los flancos filosos de la montaña. A un lugar de aire tan enrarecido únicamente se llega con el pensamiento. Nuestra brújula será la intuición. La intuición vendría a ser el resplandor que hace sensible la transparencia de la abstracción. Tesoro que continuaría abandonado si no lo enmarcáramos prontamente con las guías de la definición. La definición es el heraldo palaciego que difunde la manera de escalar con seguridad esa magnífica elevación. Hermes o Iris; aunque prefiero a Iris, porque en su recorrido traza en el cielo un colorido arco de venturosos colores.

Vuelvo a la “abstracción sensibilizada”. La abstracción metafórica es afectiva, blanda; palpitante como los latidos del corazón. Entrañable a nuestra respiración; a nuestro tiempo personal. Eternidad móvil. Tiempo y metáfora. Estamos en la distinción final de la abstracción metafórica. Cuando Platón nos da esa maravillosa definición del tiempo como “imagen móvil de la eternidad”, reafirma a la eternidad como substancia de esa imagen móvil; como “substancia del modelo viviente” (Timaios; 37,c). De igual manera, la metáfora conforma la substancia de la imagen móvil del tiempo literario. Eternidad a piel de palabras. Placer de la mente. Goce clandestino en los desvanes de la imaginación.

La metáfora puede estar explícita o levemente implícita, aludida; en una palabra, en una frase, en un libro. Siempre tensiva; elástica. Don Quijote y Sancho configuran al principio de la novela dos notas musicales divergentes; aguda y alta, una; grave y baja, otra. Filosa o roma. Lentamente, una igualdad concertante las empareja, al punto de resultar trabajoso saber en un momento dado quien divaga con menos desatino. Quizás la socarronería de Sancho indique un leve matiz que desaparece cuando trata de aclarar recompensas prometidas. El cura, el barbero, el ama y la sobrina, nunca alcanzaron a comprender que la solidaridad por una meta fragua las voluntades en una misma ambición. Que la diferencia entre los mediocres y los que no lo son, radica en que los mediocres son infelices.

En Moby Dick, Melville cuenta la persecución de la mítica Ballena Blanca y la destrucción del “Pequod”, de la tripulación y del obstinado capitán Ahab, quien la buscaba desde antes con saña vengativa. Consumada la catástrofe, la despiadada ballena continúa indiferente y casi con desdén por los mares profundos. Como un destino sin ocupación. Porque, para el destino, sólo somos náufragos empecinados en atraparlo, sin advertir que con ello apresuramos el darnos de bruces con la fatalidad. Que no es otro el nombre del destino.

En ocasiones, lo múltiple y diverso oculta la metáfora como los rayos solares ocultan la visión directa del astro. Desde que Adalbert von Chamisso escribiera La maravillosa historia de Peter Schlemihl (El hombre que vende su sombra a un caballero de gris, a cambio de la bolsa de la fortuna) la crítica encuentra, en la posterior urgencia del protagonista por recuperarla, al verse despreciado y perseguido por esa inusitada carencia, varias y convincentes interpretaciones. Algunos, la consideran valoración de las cosas aparentemente sin importancia, pero capitales cuando se ausentan; otros, prueba contundente de la realidad pendiente de la irrealidad; otros, ponderación metafísica de la Nada; otros, nostalgia de la dócil compañera de nuestra soledad. En tanto, el pobre Schlemihl, compelido por el Caballero de Gris -el Diablo- a recuperar su ansiada sombra únicamente con la entrega del alma, prefiere los males terrenos, incluida la pérdida de la mujer querida, antes que perder la eternidad. Quizás por presentir que la eternidad es la sombra imperecedera del alma.

Los libros auscultan la buena y la mala ventura. Saber leerlos es desentrañar esa señal oculta. Arúspices de bibliotecas. José Hernández escribe adrede un poema épico sin pueblo. Incongruencia preceptiva. La Ilíada, la Chanson de Roland, el Mío Cid, son exponentes de una acción colectiva que los convierte en rapsodias comunitarias. En el poema argentino, hay un personaje solitario, Martín Fierro, único mencionado con nombre y apellido. El pueblo vendrá después, en la Tercera parte propuesta al comienzo de mi ensayo, cuando levantemos el trébol invertido “visionado” en la despedida de Fierro y los muchachos y lo elevemos bien alto como un cáliz florecido, ritual metafórico de la común-unión. Tercera parte dejada abierta por Hernández para quienes asuman los riegos de un comportamiento acorde con “escuela, iglesia y derechos” para todos. Imperativo social de cultura, fe y seguridad. Épica que puede comenzar con nosotros, si nos animamos. Un poeta nos convoca, un libro nos sirve de guía y una metáfora nos espera.

La metáfora siempre espera. Su música aguarda como el arpa becqueriana en un rincón de la imaginación, “silenciosa y cubierta de polvo”. Tal vez, por siempre. El desconocimiento es más tenaz que la certidumbre; la oscuridad limita la velocidad de la luz. De ahí una imprescindible disposición para auscultar la transparencia de la metáfora. Rabdomancia espiritual. La historia de la cultura coincide con el descubrimiento de las grandes metáforas, igual que la historia de los mares, con el descubrimiento del infinito espacial. Infinito domesticado en las páginas de la historia. Por ello, la lectura de la historia tiene la fascinación de la aventura, sin los inconvenientes de la aventura. Labor serena y contemplativa con la plácida melancolía de los atardeceres provincianos.

También mi Geografía se atuvo al gabinete tranquilo de libros y mapas conocidos, sin apartarse mucho, salvo incursiones inevitables, de riberas y costas frecuentadas. Portulano prudente. Queda para el lector la navegación de altura; el hallazgo nuevo y personal. Ya lo proclamaba Aristóteles: “La metáfora es lo único que no se puede tomar de otro, y es indicio absoluto de originalidad” (Poet. 1459a). Albedrío intransferible, porque la metáfora es la expresión profunda de la íntima libertad de crear. De la libertad de conocer; de admirar. Esa alegría fecunda del amor.

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