“Hasta que no escriba veinte páginas no me voy a dormir”, pensó un miércoles caluroso de febrero. Serían alrededor de las nueve de la noche y había decidido escribir una novela, un cuento largo o cualquier fruto del proceso creativo, siempre que tuviera una extensión no menor a veinte páginas.
¿Qué son veinte páginas en la vida de un escritor? Poco y nada. Nunca había estado tan decidido a exprimirse como esa noche. Tampoco tenía nada que perder: estaba de vacaciones, solo, y con el televisor roto.
Pasó horas antes de sentarse en el sillón de cuerina gastado frente a una vieja notebook apoyada sobre cuatro resmas de papel para no dañarse la cervical. Las veinte páginas debían tener un inicio perturbador. No hubo caso: estuvo intentándolo por más de una hora y no hizo otra cosa que pensar en situaciones desafortunadas y rarezas.
Empieza con el recuerdo de una plaza. Hay un ombú que levanta pequeñas baldosas de color borgoña, vuela esa especie de algodón que dejan por el piso los frutos del palo borracho. Hay hamacas, pasamanos y bancos de hormigón armado. Escucha el ruido de un tren a lo lejos. Por encima de la estación, cruzando las vías, unos eucaliptos dominan el paisaje. Un niño se siente dueño del mundo, invencible, un dios con pantalones cortos, de remera a rayas y flequillo. No cree en las apariencias. No tiene miedo. Cruza la calle de la mano de su abuela, ríe.
Arrancó la hoja del cuaderno y la dejó de lado. Había sido un calentamiento. Veinte páginas, un buen inicio de una novela y se iría a dormir, sin tener que pensar en el ahogo del despertador.
La muerte le hablaba al oído cada tanto, comentándole resultados de carreras y recitando frenéticamente nombres de azafatas. Más y más nombres de azafatas, claves erróneas de cajas fuertes, números primos, grillas horarias de canales de cable, direcciones de restaurantes y peluquerías, combinaciones capicúas de boletos de colectivos y un conejo. Brasas ardiendo en silencio. Abrió la ventana y se dio cuenta de que la calle estaba ahí. No había avanzado ni una sola página.
Salió al balcón y escupió. Sintiendo la caída, apreció cómo la masa sólida de saliva se fue desplazando hacia el inevitable destino pavimentado.
Dentro, las hojas de papel en blanco. No se iba a rendir, “la noche está en pañales”. Hora de buscar el primer whisky.
En el trayecto hacia la cocina se le ocurrió que la solución definitiva a todos los miedos es la incertidumbre. El miedo es una simple herramienta de la mente humana que se origina en base a las seguridades que los hombres creemos tener. Con la sola idea de ser despojados de un “algo”, el pensamiento se llena de fantasmas y dudas.
Entró a la cocina con indecisión. Tres o cuatro hielos: el gran dilema. No porque el whisky fuera a cambiar con un hielo de más, pero era un detalle para tener en cuenta. A medida que pasaban los minutos el alcohol cumpliría con derretir el agua congelada y afectaría el sabor. Que fueran tres.
Se sirvió la primera medida. Eran las dos de la mañana y no había escrito nada coherente ni había razón que pudiera mantener quieta el alma en la silla. Trató de no pensar, visualizó imágenes: un niño remontando un barrilete, un tanque australiano en algún campo desconocido, un molino, una camioneta de la década del sesenta, un sonajero y una revista de programación. Creyó entender por qué el mundo no paraba: para no encontrarse con esa sumatoria de imágenes, que en forma aislada no hacen más que generar vacío. El mundo lo completaba el hombre con su imaginación.
Nada le parecía bueno o que mereciera contarse. Todo fue pasado. Todo, salvo los cubos de hielo que empezaban a derretirse en el whisky. Anotó en su libreta, “una nueva forma de contar el tiempo: hielos consumiéndose en un scotch”.
Tenía la boca seca y una puntada en la garganta. Prendió la luz de lectura del escritorio y se encandiló. Sus ojos no estaban preparados para ese pequeño shock fluorescente. Una mosca revoloteó. Llegó al límite. Un alguien debería haber destruido al mundo, quemado las bibliotecas, despoblado las ciudades, llevando al olvido inventos absurdos como el semáforo o los videojuegos. Haber destruido para olvidar, olvidar para juntar entusiasmo y reconstruir. Todo en simultáneo.
¿Qué pasaría si por una sola jornada, en alguna ciudad, se prohibiese usar el auto? “En un país como el nuestro sería un récord el alquiler de caballos o cualquier otro medio de locomoción permitido en el cual no hubiera que hacer esfuerzo”.
Lo bueno de la soledad es que con el tiempo él se había convertido en un reloj de una sola pieza. No necesitaba que le dieran cuerda para funcionar: un completo infeliz, pero autosuficiente. Haber aceptado que no se ama a nadie, ni siquiera a sí mismo, también era un acto de amor.
La madrugada lo encontró acostado en el piso de parquet, con la mirada en las vigas de madera del techo. Abrió los brazos y las piernas en cruz como el Hombre de Vitruvio de Leonardo da Vinci.
Las veinte páginas seguían siendo una mera expectativa. No había que dormirse. Quizá una ducha le sentaría bien. Fue al baño, dejó correr el agua y luego a la cocina por otro whisky.
Cualquiera puede tomar en la bañera, sin embargo, pocos cuentan con habilidad suficiente para hacerlo mientras corre la ducha.
Salió con el toallón en la cintura mojando el piso, pero sin culpa. Se sentó en el sillón con la espalda mojada. Descansó unos minutos y se vistió. Nunca escribe desnudo. La escritura, aún sin inspiración, es una cuestión estética.
Las cuatro de la mañana lo encontraron mirando titilar el cursor del procesador de textos. Apoyó los dedos como aprendió en mecanografía y escribió lo primero que se le ocurrió, utilizando la técnica de escritura automática. “Hoy compré un bolígrafo de escarlata que renueva las promesas de una carabina hospitalaria frente al río Rin, sin dar detalles acerca del escandaloso escape de un alce y unas galletitas de agua.”
“¡Soy un escritor de mierda!”, se recriminó.
Se acomodó de nuevo sobre el parquet, mirando la mesa donde descansaba el televisor veintinueve pulgadas. Al notarlo descompuesto, sin imágenes, con la pantalla cubierta de polvo, solo pudo gritar. Insultó primero en tonos graves, luego en agudos. Acto seguido, decidió rescindir el contrato con la vida. Al menos hasta haber terminado las veinte páginas que le restaban.
Buscó papel y lo esparció por el piso. Escarbó en los cajones y de una vieja cartuchera sacó crayones y lápices de colores. Encontró un transportador también, pero lo tiró a la basura. Dibujar debía ser otro acto libre, sin geometría que impusiera ángulos ni curvas ni rectas.
Anarquía, la creatividad es anárquica.
Refregó las hojas con colores de variedad inusitada, los codos le quedaron pintarrajeados. Arrugó las hojas. Hizo pedacitos y las tiró por los aires. Volvió a agarrar otras, para repetir el acto circular. Una rueda, una rueda delirante. Dejó, además, algunas huellas en las paredes, emuló pinturas rupestres, hasta que el cansancio pudo más.
Miró la obra desde arriba, parado en dos patas como los dioses absurdos de carne y hueso.
La paz en ese cuarto no iba a durar demasiado. Se sacó las medias, abrió la ventana y las tiró al medio de la calle como si fueran objetos inmundos, despreciables. Podría jurar que también hubiera tirado el televisor: por suerte la ventana tenía rejas.
La batería de la notebook estaba por agotarse; su propia energía también. El cansancio fue una ráfaga que lo arrasó en un suspiro.
La cama deshecha se había convertido en la manzana prohibida del cuarto. Dio vuelta el tacho de basura, dejó correr de nuevo el agua de la ducha, prendió un sahumerio y fue a buscar un café. No había rastros del eje del mal, salvo en sí mismo. Algo no funcionaba bien. Escribir nunca le había parecido imposible, por el contrario, las palabras se ordenaban solas sin el menor esfuerzo. Esa madrugada no.
Se acomodó en el suelo con la espalda apoyada en la cama, pensando que era el fin. Cuando uno desperdicia el talento es un imbécil, pero cuando el talento se disipa solo es peor; un desconsuelo imposible de soportar. Empezó a comprobar que era ajeno a todas las cosas: no podía prender las luces ni agarrar un vaso con la mano. Él se había convertido en lo frágil, mientras que la materia de los objetos permanecía inalterable.
Parecía un reptil en reposo, vencido por su propio ser, dilapidando el aliento con la tráquea cerrada por los pliegues del cuello. Los ojos abiertos de par en par, inmóviles. Sacó la lengua y la volvió a guardar. Empezó un juego frenético: escupir al televisor descompuesto.
La computadora se apagó y las veinte páginas no escritas se apagaron con ella. A veces es bueno dejarle al mundo tarea para hacer, aunque se corra el riesgo de que no se haga nunca.
Nicolás Barrasa es escritor, dramaturgo y comediante de Stand Up ítalo-argentino,.Nació en 1983 en Caseros, Buenos Aires, Argentina. De profesión abogado y Magíster en Escritura Creativa (Universidad Nacional de Tres de Febrero, 2017). En 2012 presentó en la Biblioteca Nacional su primer libro de cuentos “La verdad acerca de los enanos de jardín”, que fuera finalista del Concurso de Libro de Cuentos Macedonio Fernández del 2010. En noviembre de 2022 sale a la luz su último libro de cuentos “Vi morir más flores que personas” Ha recibido diferentes premios y menciones nacionales e internacionales tanto por su narrativa como por sus piezas teatrales, entre los que se destacan:
-Ganador del Tercer Premio en el XII CONCURSO RELATOS ALBERTO FERNANDEZ BALLESTEROS, 2024 (España) -Ganador del Primer Premio del Concurso de Cuentos 2017 del Colegio Público de Abogados de la Capital Federal por su cuento “Pliegues”. (Argentina) -Primera mención de honor en el Concurso de Narrativa Internacional organizado por la Asociación Uruguaya de Escritores 2019, por su cuento “Fui a casa y no había nadie” (Uruguay). -Ganador del Segundo Premio en categoría narrativa del 18vo Concurso Nacional en Poesía y Narrativa de Azul, Pcia. de Buenos Aires, por su cuento “La marca” (Argentina). Mención de honor en el Concurso Internacional de Microficción “Garzón Céspedes 2010”, por su Monólogo Teatral Hiperbreve “El tiempo en el espejo”. (España)